Viejo ya, vencido por los litros de alcohol mal digeridos, hundido por todas las derrotas y por la pérdida de su querida España, la España cainita que le llevó al exilio y al dolor, Pedro Garfias quiso intuir su muerte con un poema que se podría cantar por soleares: «Me gustaría, que fuera tarde y oscura, la tarde de mi agonía». No hay persona, poeta o no, que no haya pensado alguna vez en su propia muerte, pero somos muchos los que tememos más al dolor del trámite que a la muerte en sí, tan inevitable como unánime. «Muchos tragos es la vida, sólo uno es la muerte», dijo otro poeta, contemporáneo de Garfias, el inmenso Miguel Hernández, del que se acaba de cumplir el setenta y cinco aniversario de su evitable muerte.

Ese trago es el que ahora quiere venir a paliar la proposición de ley sobre muerte digna que se debatirá próximamente en el Congreso, y que pretenderá regular y limitar eso que llaman «esfuerzo terapéutico», que consiste en mantenerte con vida a toda costa, aun con grandes sufrimientos y sin posibilidad de mejoría, prohibiendo que se ensañen bienintencionadamente con uno en los últimos momentos.

Pero tal vez sea insuficiente con eso. Muchas veces tengo la sensación de que las leyes que se hacen para restringir algo siempre van un poco más allá de lo debido y las que quieren ampliar derechos de continuo se quedan algo cortas. Y suelen quedarse cortas para contentar a quienes, en uso de su libertad personal, nunca tomarían una determinada opción, pero están siempre empeñados en que los demás no puedan hacer lo que consideren oportuno. Yo puedo entender y aceptar los condicionantes morales de alguien que rechace la eutanasia porque sus creencias religiosas o morales así se lo marquen, pero lo que creen tan firmemente para sí mismos no deberían exigirlo a los demás. A mí, que soy lo que tengo más a mano, me gustaría elegir mi muerte como he elegido mi vida. Tener la opción de pararme donde me parezca oportuno sin que las creencias de otro se impongan sobre las mías. Permitir no es obligar, pero prohibir sí.

Puestos a escoger, todos queremos que el tránsito sea corto, a ser posible inesperado y en horas de sueño, que cuando apaguen la luz nos pille con los ojos cerrados. Aspiramos a eso que dice Manuel Alcántara: «y morirme de repente, el día menos pensado, ese en el que pienso siempre», pero no nos ha sido dado elegir. Aún así, si el final que nos espera es inhumano, inútil e injusto, quisiera poder escapar de esa tortura llegando un rato antes donde, de todas maneras, me están esperando.