En el año 2005, los habitantes de la ciudad sajona de Dresde acudieron a votar en un referéndum. Se trataba de decidir acerca de la construcción de un puente que solucionase un problema que las autoridades locales consideraron grave: la congestión del tráfico en el centro de la ciudad. La votación se justificaba debido a la muy negativa repercusión que la infraestructura tendría sobre el valle del río Elba, que separaba las dos partes de la urbe; en ella, los participantes se inclinaron mayoritariamente a favor de dicho puente. Ello supuso que la Unesco retirase el sitio de su Lista del Patrimonio Mundial, en la que había sido inscrito poco antes.

Lo relevante del caso no es solamente la cita electoral convocada a tal fin, sino la demora de ocho años en obtener el permiso de obras desde que la administración diera su visto bueno al proyecto; los alemanes saben que su eficiencia legendaria casa mal con la bulla, y que cuando se tiene prisa hay que vestirse despacio. Especialmente cuando los daños que pueden derivarse de esa prisa son irreversibles. Si comparamos el puente de Dresde con el rascacielos portuario malagueño, puede pensarse que el preferir estudios más concienzudos para su tramitación tenga el fin de concitar una mayor oposición al proyecto; en realidad solamente se trata de escuchar a las entidades y profesionales expertos en la materia que advierten de los muy negativos efectos de la operación y de la necesidad de conducirse con la mayor de las cautelas; una operación que no nace de una necesidad de Málaga. Enfrente tienen a quienes aprobarían el proyecto con los ojos cerrados para no dejar pasar una inversión, sea ésta cual sea.

Yo pienso: vísteme despacio, que tengo prisa.