Una tentación, a la hora de reseñar la última película de Álex de la Iglesia, es ponerla en relación con su absolutamente salvaje y desmesurada "Balada triste de trompeta" anterior. ¿Sentía el presidente de la Academia unas locas ansias homicidas, entonces, y está ahora más resignado, más comedido, más entregado?

Entré con recelo al cine, dubitativo… ¿Qué Álex de la Iglesia nos espera, cuando vamos a ver "La chispa de la vida"?

Unos días antes le había leído la siguiente declaración de principios, en una entrevista: "Si para sobrevivir tienes que renunciar a ti, ¿para qué sobrevivir?"

¡Impagable!

Pero, ¿cómo se traduciría eso en una película protagonizada por una pareja tan aparentemente improbable como José Mota y Salma Hayek?

Comienza la película y, desde el principio, todo parece encajar. Sin aspavientos, sin desmesuras, sin exageraciones o salidas de tono. Los Mota-Hayek son un matrimonio de lo más creíble. Una de esas parejas modernas y creativas que se comieron el mundo en la España del milagro económico pero a quiénes el bocado terminó por indigestárseles cuando estalló la crisis.

Hipotecado, endeudado, sin trabajo y con las perspectivas de futuro más negras que el alma de un verdugo, el padre de familia interpretado por Mota se aferrará a un sueño que se convertirá en pesadilla. Y que, sin embargo, le abrirá unas insospechadas posibilidades económicas que podrían asegurar el futuro de su familia por siempre jamás.

Oscilando entre algunas pinceladas de trazo grueso y la prodigiosa capacidad de observación, análisis y síntesis de Álex de la Iglesia, “La chispa de la vida” clava a los personajes en un único escenario durante la mayor parte de su ajustado metraje. Con ecos de “El gran carnaval” de Billy Wilder, la película se convierte en una feroz crítica, en una sátira delirante de la sociedad de la imagen, banal y morbosa, que entre todos hemos construido.

Una sociedad representada por unos secundarios de lujo, como Juan Luis Galiardo (un alcalde pintón que trata de acomodar la realidad a sus intereses), Blanca Portillo (la fría y áspera técnica desapasionada) o Fernando Tejero, como moderno Mefistófeles, un mediador-comisionista que le propone a Mota y a su familia un contrato tan viejo como el hombre: vender el alma al Diablo.

La película de Álex de la Iglesia es tan contemporánea, tan radicalmente moderna y actual, que si un alienígena aterrizara entre nosotros y quisiera saber cómo es la España de principios de la segunda década del siglo XXI, en poco más de hora y media se haría una perfecta y ajustada idea de cómo somos y cómo estamos.

- "Entonces… ¡es una tragedia!"- podría pensar el lector, dados los tiempos que corren.

¡No! O sea… sí. Es una tragedia. Pero una tragedia tal y como Álex de la Iglesia entiende el drama: con grandes dosis de surrealismo, causticidad y el humor más ácido y corrosivo que se puede ver ahora mismo en la cartelera. Y con momentos sublimes, como el de la secuencia en que los espectadores desperdigados por las gradas del teatro romano de Cartagena aparecen retratados en foto fija, mirando al espectador, inquiriéndole, desafiándole; como si fuera su conciencia crítica.

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