No sé si el viernes leyeron la entrevista que publiqué en la contraportada del periódico con el psicólogo Rafael Santandreu, el autor del libro El arte de no amargarse la vida –el señor va ya por las once ediciones–. Los que me conocen saben de mi naturaleza un tanto otoñal y gruñona, así que me planteé el cuestionario como una sucesión de preguntas para intentar sacar de quicio a un señor que habla siempre de la felicidad, de cómo podemos alcanzarla y cosas de ésas. Lo siento, fracasé. «¿Qué es lo último que le hizo sentirse triste?», le pregunté. Su respuesta: «Un documental sobre unos niños de Mali que apenas tenían agua potable disponible... Pero me alegré, al mismo tiempo, al saber que había un equipo de médicos españoles intentando resolver el problema». Entonces me di cuenta de que Santandreu es una fortaleza inexpugnable, imposible de tumbar, y fui directo a la herida: «¿Se ha convertido el intentar sacarle de quicio en un deporte de sus conocidos y familiares?». «No de los míos, ¿qué le pasa a tu familia, tío», me contestó.

Tontería

Y me di cuenta de la tontería que había estado cometiendo todo ese rato. Supongo que me daba rabia que un tipo no sólo propusiera una especie de receta para no amargarte la vida, sino que, además, se confesase moderadamente feliz. Porque lo cierto es que la felicidad ha pasado de ser una aspiración vital a una especie de estado indeseable.

Sí, en realidad, nadie quiere ser feliz. Si se fijan en el arte contemporáneo, por ejemplo, desde hace mucho tiempo se ha instalado la noción de cierto feísmo más o menos logrado, cuando no directamente una honda sordidez, como una especie de estándar. Ya no hay obras sobre eso que los franceses llamaban joie de vivre, una película como Qué bello es vivir sería tildada de despropósito porque la inocencia y la ingenuidad han quedado como sinónimos de estupidez. Porque ahora todo, absolutamente todo, se mide en términos de si resulta interesante o no, siguiendo razones más intelectuales que otra cosa.

Y ahí estaba yo, añadiendo leña al fuego con mis preguntas de amargado a Rafael Santandreu. Porque mola hacerse el listillo, porque una conversación con más síes que noes es de tontos, porque la lista de cosas que odias debe ser mucho más larga que tu ranking de cosas que amas. «Yo intento ser feliz, pero si no lo consiguiera en toda mi vida, tampoco me haría el harakiri. De perdidos al río: tampoco hay una ley escrita en el cielo que me obligue a ser feliz. Dormiré la siesta igualmente», me comentó el psicólogo. Al final, el tipo me dio una lección –pero no crean: no profundizaré demasiado en su libro, porque contiene expresiones que me dan bastante grima como transformación personal– y yo esa noche me puse Runaway, de Del Shannon, y bailé con mi mujer y mi gata en el salón de mi casa. Así que algo aprendí.