Salíamos de pelearnos victoriosos de un periférico centro demencial: exhaustos, exultantes, pretenciosos. Altaneros. Habíamos logrado darle esquinazo a una de las grandes malas compañías mundiales de la telelecomunicación y acabábamos de cazar uno de esos contratos jugosos que te ofrecen el entretenimiento infinito en cualquier momento de la vida. Películas y series. Finales. Postestrenos. La perfecta combinación de la velocidad con la altísima resolución. El reclamo era la fibra. Había costado lo suyo y se habían invertido horas, llamadas y esperas, pero el que la sigue, la consigue y la sonrisa se dibujaba en nuestro rostro que no podía disimular ese trazo ascendente de la soberbia y el rictus del orgullo. Son días en los que se desprecia, tentando mucho a la suerte, echar La Primitiva.

Con una bolsa amiga íntima del planeta, en la que bailaban los nuevos cacharros y el papeleo del contrato, y el bochorno de septiembre pegado como una obsesión en el cogote nos dirigimos triunfadores a ese coche que malvive en el perpetuo susto de la itv. De la burbuja de la chulería nos sacó un conductor despistado que nos preguntó algo que acababa en ina. ¿Piscina? ¿Coquinas? ¿Bilirrubina? No, no, gasolina. Ni el extranjero hablaba español ni nosotros dominábamos de lejos el francés, así que en el lenguaje protochomskyano y algo simiesco que abusa de las manos y los gestos, y con la ayuda del chapurreo de tres palabras de las universales, le indicamos el fácil camino hacia la reponedora estación: left, tú left and después, right. Ok? Oui. La familia pintaba marroquí y la matrícula era de la France, la baca la llevaban despejada y alegre y les quedaba un largo trecho hasta el hogar, galo hogar. Eran los días en que miles de coches regresaban, ligeros de equipaje, para dispersarse silenciosos por la soñada Europa: ellos ya habían sido auténticos hijos de la mar.

Pero algo se quedó flotando en el ambiente, una incómoda mezcla de pena, desasosiego y hondísima tristeza. En el coche viajaban los padres y agazapadas atrás, apenas adivinadas, dos niñas de ojos gacelosos a las que la vida a lo mejor ya les había enseñado sus occidentales zarpas y su distante furia. Seguramente sabrían del exacto significado de la palabra humillación. Tendrían, fabulamos, una suerte de tienda o bazar en algún suburbio de París que explotarían entre todos y quizás cosas tan desagradables como el desprecio o el asco eran habituales en su lucha diaria. El extrañamiento. Cargados de un irritante sentimiento de culpa, renunciando a la siesta y lunáticos, fuimos tras su búsqueda para intentar que al menos supieran orientarse en sus primeros kilómetros por eso que ellos llaman España y nosotros no acertamos nunca a nombrar y conciliar. El sudor avanzaba por la espalda como una lengua de lava.

Terminaban de repostar. Nos acercamos amigos. En un papel, nos mostró, llevaba apuntado el itinerario de ida. Las ciudades. Las distancias. Los tiempos. Las tildes. Para el de vuelta, le habrían dicho meses atrás, había que hacer lo mismo pero al revés. Era el mapa de su isla del Tesoro, mil veces leído y custodiado en el bolsillo de la camisa. Nos entraron las malditas ganas de llorar. Vimos en él un reflejo al revés de un nosotros olvidado, diluido y sepultado, muerto hacía muchísimo tiempo. Fue, probablemente, una efímera flaqueza, un trallazo de nostalgia. La bolsa, en la mano, pesaba como un remordimiento. Septiembre será siempre un mes complicado de sortear. Nos obligamos a pensar que si alcanzaban la costa de Levante ya tendrían cubierto el trozo más complicado. Que estarían lejos, difuminados. Le insistimos en los giros obligatorios, en Motril, en Granada, le apretamos la mano, nerviosos, luego Valencia, saludamos a la familia, después Barcelona, y lo acompañamos hasta las mismas barbas de la autovía. Mientras el coche se perdía por el asfalto recordamos de pronto que teníamos que hacer un mercadona urgente y supimos que esa noche, de madrugada, ya no nos acordaríamos nunca más de ellos.