Entrevista | Rafael García Maldonado Escritor

«El cuento es la literatura más pura después del buen poema»

Farmacéutico al pie del cañón, lector infatigable y autor exigente, García Maldonado lanza una colección de relatos, Si yo te olvidara, Jerusalén, en el que mantiene sus coordenadas formales y sus temas-obsesiones desplegados, cómo no, en Majer, el territorio ficticio de sus libros. «Quizá escriba para conocerme mejor; no tengo ninguna intención de contar historias para entretener, para eso ya están llenas las librerías de banalidades y las plataformas de streaming de series», asevera

Rafael García Maldonado

Rafael García Maldonado

Víctor A. Gómez

Víctor A. Gómez

¿Qué tiene Faulkner que usted siempre sigue sus pasos? Aquí, desde el mismo título...

El título de este libro es el que Faulkner quiso ponerle a Las palmeras salvajes, el verso de un salmo del rey David. Faulkner es indiscutiblemente un maestro, por su prosa descomunal y por su forma de entender la literatura como una forma artística de llegar a la verdad; o mejor dicho, acercarse a la verdad. Pero mi influencia ha sido más por sus hijos que por él directamente: le debo más aún a Onetti y a Lobo Antunes. Faulkner sería mi abuelo, y Lobo es mi padre. Sin Lobo, también profesional de la salud de formación (psiquiatra), yo no sería escritor.

Vuelve en su libro a Majer, claro, el territorio ficticio de sus libros. ¿Majer es más Coín o Yoknapatawpha?

El escritor debe escribir de lo que conoce, de lo que tiene cerca. Por tanto, Majer es una mezcla de Coín, Mijas, Nerja, Tolox… Los pueblos que conozco a fondo. De vez en cuando saco un trasunto de Fuengirola, donde vivo, que se llama Fuendetorres. Pero no escribo de la actualidad, en ficción no, siempre del pasado, eso que decía Faulkner que no existe y que ni siquiera es pasado. Yoknapatawpha es Oxford, Misisipi, y Santa María es una suerte de Montevideo, de la misma forma que Región era el noroeste de León que tan bien conocía Benet. Majer es un pueblo arquetípico del sur, y ahí tengo literatura para varias vidas.

Si yo de ti me olvidara, Jerusalén es una colección de cuentos. Para algunos el relato es la forma literaria más exigente con el autor después de la poesía...

Bueno, hay poemas y poemas. Hay una poesía ahora, muy narrativa, que no me interesa nada. El sencillismo del que se quejaba mi querido Bonald lo ha invadido todo. Verás, yo prefiero distinguir entre relato y cuento. De tal suerte que el relato sería la versión corta de una narrativa comercial y el cuento el de una narrativa literaria, artística. El cuento requiere cierta densidad en pocas páginas, y en la novela hay que dejar respirar con páginas y páginas más livianas. Es como un orgasmo: nadie aguantaría un clímax de 500 páginas, pero sí de 15. El cuento es la literatura más pura después del buen poema, eso sí.

«La guerra, el deseo, la pequeñez de la razón, la lealtad, la muerte, el miedo, la soledad. Mismas obsesiones, mismos personajes y mismo territorio», resume usted. Y yo añado: no es un tema, más bien una textura, un tono, un ambiente, pero en todo lo que escribe hay crepuscularidad.

Un crítico dijo que yo era demasiado oscuro, triste, con una narrativa desoladora, difícil. Puede que tenga razón. Yo no soy en absoluto realista, me gusta el envés de la vida, escribir lo que no se ve: las emociones, los sentimientos, las terribles pulsiones ocultas en la psique. Mis personajes son gente derrotada pero con mucho coraje: derrotados por la Guerra Civil –mis republicanos son una suerte de confederados derrotados de Faulkner-, derrotados por el tiempo, derrotados por sus instintos más primarios, por el sentimiento de pérdida, por el sinsentido aparente de la vida, por el fin del gran mundo en el que vivieron, por la vulgarización de la sociedad, por el declive de las maneras aristocráticas y de una burguesía patética y obsesa del dinero convertida en nuevos ricos, etcétera. Pero son personajes sureños corajudos, dignos, luchadores que no se resignan a la fatalidad. En el fondo siempre tienen alguna esperanza en el ser humano, en que el hombre, a pesar de todo, prevalecerá.

Suele parafrasear a Lobo Antunes: «Escribir es llegar al fondo de la oscuridad del alma, encender una cerilla y preguntar si hay alguien ahí». ¿Hay alguien ahí?

Esa frase de Lobo Antunes es maravillosa. Quizá escriba para conocerme mejor a mí mismo, sí, no tengo ninguna intención de contar historias para entretener a la gente, para eso ya están llenas las librerías de banalidades y las plataformas de streaming de series. Yo intento llegar al fondo del corazón humano usando el arte retórico como mejor sé, el lenguaje, y que cuando el lector lea una de mis frases con meandros cierre el libro, mire hacia arriba y piense emocionado: «Es esto, sí, es esto». Y si es posible vuelva a leer la frase porque suena bien y genera placer a través de la belleza, la eufonía y la música. Soy ambicioso, no puedo negarlo.

Por eso, asegura, se deja la vida en cada párrafo.

Somos lenguaje, somos logos: palabra, racionalidad. Para mí la literatura es el uso del lenguaje y del estilo para dar a la simple información un envoltorio permanente. Yo no concibo, como le decía, la literatura como la manera de contar historietas, sino de contar historias sujeto a las reglas de un arte, ya sea el poético o el retórico. Suelo mezclar la épica con la lírica. Mis frases son así, largas y con subordinadas, porque la literatura ha de ser también una forma de exponer un pensamiento, una idea, una manera de ver el mundo, un monólogo interior, la conciencia maltrecha, etcétera, y yo en esas frases me dejo la vida, sí.

Me da la impresión de que usted crea y lee al margen del mainstream, pero, además, de que disfruta de que sea así. ¿Es así?

Mire, yo de Benet he aprendido muchas cosas, y una de ellas es que eso del gran público no existe. Existe el arte y existe quien quiere hacer el esfuerzo de llegar a comprenderlo y disfrutarlo, porque mi literatura es exigente, no es un pasatiempo. Esto hoy en día es elitista, fascista, etcétera, pero me rebelo ante esa idiotez. El gran público, decía Benet, es el mismo desde los tiempos de Tácito, el mismo público que antes pedía la muerte de los cristianos en el circo pide ahora novelas de Javier Castillo.

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