Notas sobre cine

¿Qué se siente al ser tan joven? Los 40 años de «The Breakfast Club»

Imagina que hoy es 24 de marzo de 1984. Cuarenta años después este aparatoso club de los cinco (The Breakfast Club) sigue existiendo, refundándose en las esquinas escolares de todo el mundo y recordando que los estereotipos evolucionan pero nunca desaparecen

John Hughes, con dos de los protagonistas de «The Breakfast Club», en el rodaje

John Hughes, con dos de los protagonistas de «The Breakfast Club», en el rodaje / L.O.

Miguel Robles

Miguel Robles

Querido lector: Imagina que hoy es 24 de marzo de 1984. Respóndanos: ¿por qué las cosas existen, en lugar de no existir? Sí, cuando eres joven odias los interrogatorios existenciales, ese bombardeo constante en el que topas con preguntas que no tienen respuesta. O que la tienen, y francamente querido, te importan un bledo.

Esa misma frustación se contenía en el semblante de Pol Rubio (querido Carlos Cuevas), al observar la cuestión trazada burlescamente en tiza por su Merlí, ante una pizarra que se ensanchaba de dudas y desidia mientras las horas del fin de semana se perdían en el exterior de la ventana. Pol y sus compañeros estaban castigados un sábado en el Colegio Angel Guimerá por razones que no querían entender, pero que su profesor (mítico Francesc Orella, un revertido señor Keating catalán) les justificaba enjaulados en la oscuridad del aula, un lugar de invisibles espejos donde enfrentar sus miedos, cantar su libertad entre pasillos y desvelar que serán, como ahora, demasiado pequeños para creerse grandes.

John Hughes, con dos de los protagonistas de «The Breakfast Club», en el rodaje

John Hughes, con dos de los protagonistas de «The Breakfast Club», en el rodaje / L.O.

Cuarenta años antes en el Shermer High School (Illinois), nosotros no nos conocíamos de mucho, tampoco pretendíamos hacerlo, pero estábamos obligados a enfrentarnos a ese papel que afilaba con violencia su contenido en blanco. El castigo consistía en redactar un ensayo sobre un concepto, con una dificultad que en nada se equiparaba con matrices, ecuaciones y raíces: explicar al subdirector, una especie de forma reencarnada del demonio, quiénes somos. El problema no era no saber escribir, sino saber por donde empezar. En The Breakfast Club (El club de los cinco) estamos lejos de hallar la respuesta, por lo que planteamos que la naturaleza de la pregunta es una gilipollez.

Porque cuarenta años después este aparatoso club de los cinco sigue existiendo, refundándose en las esquinas escolares de todo el mundo y recordando que los estereotipos evolucionan pero nunca desaparecen. Existe un John que no quiere volver a casa, que vuelcan en las drogas toda una mochila cargada de ausencia paterna. Como Andrew, que piensan que quedarse sin recreo y recluidos en clase es menos castigo que alivio. Todo lo que sea salir por la puerta es, como respirar, vivir decepcionando al resto. Seguro que hay algún Brian que saca las mejores notas porque nunca le enseñaron a suspender. Alguna Allison que se esconde entre un prominente flequillo y su propia rareza para que nadie la vea. Y todavía sigue habiendo una Claire que buscan desprenderse de su condición de princesa.

No, lector, hay textos irredactables, imposibles de escribir a lápiz, de contenerse en un trozo de papel. No se puede delimitar lo eterno, por eso nos lo recordamos viendo, cuarenta años después, esta película de John Hughes.

El Club de los Cinco: Judd Nelson, Emilio Estévez, Ally Sheedy, Molly Ringwald y Anthony M. Hall.

El Club de los Cinco: Judd Nelson, Emilio Estévez, Ally Sheedy, Molly Ringwald y Anthony M. Hall. / L.O.

A veces gracias a la música radiografiar un sentimiento es más fácil que hacerlo de un cuerpo. A las bandas que se rigen por sus propias normas. Que vencen, inclasificables, estereotipos de indies y alternativos. La Casa Azul también recorre los pasillos del colegio, desordena los pupitres y se funde en la interperie del recreo a través de sus letras. Canciones que formulan respuestas con interrogantes, sin causalidad. ¿Qué se siente al ser tan joven? Sentirse eterno cuando el tiempo está de más, entre pobres achaques de sinceridad y delirios de seguridad. Morir en el mar de la tranquilidad.

Ser joven es tener la oportunidad de vivir sin las consecuencias, antes de que aprendas a hacerlo. De construir y deconstruirse, que los naipes se diseminen por el suelo y no tener la obligación inmediata de recogerlos. De aprender a cohabitar lo que desarmas progresivamente, un interludio donde la cama permanece descolchada, como un libro que deja a medias una historia que no desvelerá su final. Sería un error marcar ser joven por la edad y no por la forma de adaptarse a ese número.

Vivir es aceptar la pregunta y su ausencia de respuesta, en la que todo se acaba convirtiendo en una creciente espiral inexplicable de decisiones y errores. Antes de abrirse al telón y domar la arquitectura del escenario, podemos no ser absolutamente nada. Seríamos un poco señor Bernard al intentar forzarnos a escribir un ensayo explicando quiénes creemos ser, porque al final la gente simplemente nos ve como quiere vernos, no nosotros.

En pocas palabras, la definición más conveniente sería que hemos sacado en limpio lo que hay en cada uno de nosotros: un cerebro, un atleta, una irresponsable, una princesa y un criminal. ¿Contestará eso a la pregunta?

Atentamente, le saluda,

El club de los cinco.