Coloquio

Recordando a Patricia Ferreira y sus niños salvajes

Resulta preocupante, como valiosa, la contemporaneidad de una película -'Els nens salvatges', que consiguió cuatro biznagas en la edición de 2012- que doce años después sigue señalando las mismas deficiencias del sistema educativo 

Un momento del coloquio sobre 'Els nens salvatges', de Patricia Ferreira.

Un momento del coloquio sobre 'Els nens salvatges', de Patricia Ferreira. / M. R.

Miguel Robles

Miguel Robles

Ayer fue mi día de suerte. Llevaba años persiguiendo el enlace -tanto desde el pago honrado y comprometido en plataformas de streaming como desde las vías más despreciables de la piratería- de Els nens saltavges (2012). No encontraba el momento y cuando lo tenía la extraña y casual fuerza magnética de "las cosas que están por venir" (llamésmole así) me impedía darle al botón de reproducción. La sala 2 del Albéniz me estaba esperando, esta película estrenada hace una década tenía el mismo aura de haberse realizado ayer, como si se volviera a presentar a concurso. 

Soy un fan acérrimo (a veces enfermizo) de la nostalgia, de regresar tiempos perdidos, de aproximarme a mis recuerdos con los ojos de un personaje de ficción. Es decir, de volver a sentirme un poco más joven. Cuando había más aventuras que facturas y las responsabilidades eran media hora del workbook y premiada con otra media hora de recreo. Y la película de Patricia Ferreira lo hace, como tantas otras, pero con una lectura mucho más amarga y sustancialmente adulta. Porque no lo hace glorificando ese intervalo, sino pinchando el globo. Literalmente lo quema. 

Patricia no pudo estar ayer explicando los entresijos de una obra que 12 años antes ganó la Biznaga a mejor película. No estuvo de manera física, pero sí en las palabras de su coguionista Virginia Yague o el actor Alex Monner. Fue una mirada implacable, que inundaba de personalidad un porte serio y siempre concentrado. Un decidido compromiso con sus proyectos, ya fueran de talante juvenil o comedias ubicadas en Vietnam. 

También Patricia no estuvo para confirmar que sus niños salvajes, fuera de la pantalla, ya no son niños: en cierta forma murieron entre peleas y botellones, entre graffitis de descampados y baños en la orilla a espaldas de sus padres. Al crecer hemos relevado a otros niños y muchos de ellos se han convertido en salvajes, ahora de móviles y tik toks. 

Porque Patricia, y ahí tiene suerte, tampoco estuvo para ver que su película 12 años después traspira una preocupante contemporaneidad, que señala las mismas deficiencias del sistema educativo. Un modelo de supervivencia y no de convivencia, que apaga el talento y ningunea los sueños. 

Una producción de máquinas que odian a Miguel Hernández porque les obliga antes a memorizarlo que a entenderlo, y que se reproduce en las aulas del hogar. 

Ella fue inteligente de no reforzar bandos enfrentados sino de humanizar su derrota a ambos como villanos, padres, profesores e hijos. Porque en una zona equidistante entre la rebeldía juvenil y el compromiso paterno, miramos como pocas veces en el cine español la carencia efectiva que se traduce en abandono y violencia. El final no debe estar (simbólicamente) en el fuego, pero lo sigue haciendo. A día de hoy familias con adolescentes ven su casa arder en llamas.