A flote siempre la vida. No es fácil mantenerse entre la superficie y el fondo de las emociones cuando se crece junto a un lago donde se ahoga un abuelo, en el que un padre desaparece, de cuya orilla emerge el bikini rojo de una madre que se convierte en el recuerdo de una nube sin rastro. En ese territorio de la pérdida y de las ausencias crece a la supervivencia Nami, soñando escapar del olor a pescado de su pueblo de esturiones, de la amenaza de un Espíritu del lago que se traga a la gente que lo alimenta. Un territorio físico de agua que es metáfora de la vida, del poso del tiempo, del sistema ruso dominante en aquella Checoslovaquia ocupada en su primavera de socialismo con rostro humano de la que desaparecieron los soñadores, lo mismo que los ideales de pertenencia, de autoestima, de un futuro reformado cuyo fondo no fuese de fango. Bianca Bellová, Premio Magnesia Litera y Premio de Literatura Europea 2017, utiliza lo simbólico y la orfandad de su joven protagonista para dibujar en esta novela objeto, delicada en apariencia y asequible como un pasaporte de bolsillo, lo mismo que su lenguaje que suena contenido en su dureza a la vez que tierno -tienen las lenguas eslavas esa candencia de maroma de pescadores sacando la vida de las entrañas del mar- un mapa de tensa existencia vital bajo la tiranía de los presidentes de los koljós que prometen progreso y colectivización.

y en medio del paisaje político la historia de iniciación de Nami que guarda dentro como una pequeña joya. Sus ojos abiertos, su aprendizaje del sexo y de la risa con Karal, y con las prostitutas del Sinfonía, con sus amigos Alex y Zaza -todas las relaciones del protagonista en triángulos de afectos- cada uno construyendo su mirada alrededor de los afectos, de la búsqueda de la identidad, de los rusos a los que Alea dispara con una imaginaria ametralladora, siempre el blanco del miedo como un juego que alimenta la rebeldía. Cada uno de estos secundarios refleja la huella de la orfandad de Nami, su lucha por abrirse paso desde el lago de su infancia hacia el futuro en el que salvarse, vinculado a la memoria perdida a través de su abuela que escucha en la radio la previsión meteorológica de los marineros, mientras come pipas de calabaza.

Hay en esta novela de grises en el cielo, con el latido interior del cine de Tarkovski en sus silencios del paisaje, en los secretos que se intuyen, en la incertidumbre ante la vida, en la fluidez narrativa a medias entre el retrato del tiempo y la sensibilidad poética, con algo de misterio y la naturaleza de las relaciones sutiles en sus afectos y en la verdad psicológica del personaje protagonista. La atmósfera perfecta y el dibujo narrativo que esboza Bellová para que sea el lector quién imagine lo que no se dice pero está dentro de lo que se cuenta. Culpas que aparecen, rendiciones, violencias, el Non-Stop de una caseta de hormigón, amantes que guardan un revólver en la mesita de noche. Y el lago que se deseca y se transforma en amenaza y metáfora -de nuevo la pérdida de esperanza frente a la dictadura del Estadista-. Un paisaje moral, del dolor y de la hostilidad al que se enfrenta Nami trabajando en la fábrica de azufre, huyendo de su asfixia existencial mediante el viaje del campo a la ciudad de Kutse -otro no lugar en mitad del desierto donde encuentra a su madre y descubre la herida del pasado-.

Todo va saliendo a flote del corazón, lo mismo que un tablero de ajedrez y la cubierta de un cuaderno escolar encontrados en el fango del lago contaminado -la denuncia ecológica- en el que la vida se hunde y el fututo también. No sabemos si Nami también al final de la novela o de su símbolo de juventud checa de aquellos años de angustia vital que Bianca Bellová sutura con una prosa de ternura y sencillez, casi de relato dentro del hogar, como una canción de esperanza de la que aprender. Una excelente apuesta de la editorial Tres Hermanas en excelente traducción de Daniel Ordoñez.