Entre la agitación de las palmeras, de las recién traídas palmeras, la punta de una pistola. La Costa del Sol, tierra de espías, de detectives redivivos, quiméricos, cachondos. De Sean Connery a Gracita Morales, todos con su sigilo y su copa con hielo, aunque ninguno como ella, ninguna como ella. Es muy probable que Raquel Welch se defendiera en la piel de un agente, pero resulta casi imposible que cumpliera con el requisito gremial de pasar desapercibida. Mucho menos en Málaga y en el franquismo, en un país acartonado, de una sola pieza, babeante con las fórmulas sagradas, incluso si éstas se enfundaban el biquini.

En los sesenta no era difícil soñar. Es más, suponía una obligación. Sobre todo, en la Costa del Sol, donde las estrecheces coincidían con la posibilidad de lo insólito, de las luces del turismo. La caña de los pescadores entendía del agobio económico y político, pero también de la percepción del misterio, de otros mundos. Málaga había empezado a creer como los testigos de un acto de brujería. Y el hechizo podía ser la musa de las musas recién salida del mar, de las persianas de un molusco, como la Venus de Juno.

Las imágenes de Guapa, intrépida y espía, la película que rodó en la Costa del Sol, dan la impresión de un milagro formalmente constituido. La arena de la playa caracoleando entre los dedos de una mujer que había postrado en un mismo ademán de estupefacción a la boca de Dalí y a la guitarra de Elvis. Raquel Welch, en esa época, representaba la fantasía universal con mucho más rigor que el imaginario de Walt Disney. Si se le preguntaba a un lugareño por nombres de mujeres, es probable que citara el suyo. Después hablaría de la parienta, de la dependienta de la lechería, incluso de su prima, pero antes Raquel Welch, o Ava Gadner, o Brigitte Bardot, y todas trabajaron en la provincia.

Málaga, tierra de musas. Algunas con pretensiones cinematográficas. Otras simplemente en bañador, lo que estéticamente también es decir mucho, aunque no del orden de Bergman ni de Tarkovski. La cinta que Raquel Welch grabó en Málaga, dirigida por Leslie H. Martinson, fue uno de los muchos remedos detectivescos que surgieron a raíz del éxito de James Bond, aunque con atributos radicalmente distintos. La actriz, acompañada en el reparto por Tony Franciosa, interpretaba a una paracaidista que acababa enrolada en una organización internacional con el propósito de desactivar una bomba atómica. Y todo ello, en diferentes escenarios de la provincia. Nerja, Cártama, Mijas, Torremolinos y Málaga, incluido el puerto y la plaza de la Marina, donde se vio en más de una ocasión a la diva.

Los testigos del rodaje hablan de movimiento, de paracaidistas que bajaban del cielo como si formaran parte del remplazo de la lluvia. La estancia de la musa deparó sorpresas a los nativos. Vecinos de Cártama participaron en el reparto, hicieron de buscavidas, muchos de ellos sin saber que el resultado contaría también con la voluptuosidad de la musa. Y vaya si lo hizo. Hasta el punto de situarla al borde del abismo.

No es que Raquel Welch se sintiera triste. Ni siquiera que le jugara una mala pasada la constatación de la popularidad de los caldos andaluces. Simplemente fue su celo y uno de esos vahídos que el ducado de Borgoña se empeñó en instaurar como sinónimo, histérico y cursi, de lo femenino. Sucedió en Cártama. La actriz tenía que filmar una escena aparentemente sin peligro, pero le entró la flojera, la indisposición súbita y estuvo a punto de ahogarse en aguas dulces, al estilo lorquiano, de la moza y el río.

La anécdota quedó en un suspiro. El gran icono de los sesenta no podía sucumbir a un final agreste, comarcal, eso es más de la literatura. Aunque con la historia de la Costa del Sol nunca se sabe. El desmayo de la diva fue muy comentado en la fiesta de despedida, celebrada en el hotel Tropicana, con la presencia de los protagonistas. La estrella dijo adiós esa noche a su periplo en la provincia, hecho de paz y de trabajo, de cabezas que se giran, toda una novela divina y pedestre, una trama alocada de baños y de espías.