A pesar de las palabras del pontífice, enrolado la pasada semana en una gira caritativa poco diferente en el fondo y la forma de las estrictamente vanidosas, nunca he tenido el más mínimo interés en mi ya larga carrera de no creyente de comprobar como suenan los huesos de amigos y conocidos católicos en contacto con una barra de hierro ni de incendiar la hoja parroquial o el tejado de las catedrales. Esto, que puede parecer elemental, se revela candorosamente pertinente después de la boutade, respetable, sí, pero medievalista y ronca, del Papa, que en una asimilación oportunista de los términos laico y ateo, expresó su temor al avance de lo que considera un movimiento «agresivo» contra la Iglesia Católica. El calificativo, traducido al catalán –¿qué fue del España se rompe de la feligresía más retro?– induce a equívocos poco píos que merece la pena desenredar para distanciarse de la distopía un tanto felina de la guerra de civilizaciones. Dejando de lado el jugoso asunto de la financiación del clero, que resiste la presunta ira de los gobiernos progresistas con un empaque que ya lo quisieran para sí los desempleados, deduzco que el santo padre se refiere a un problema de conciencia, porque de lo contrario estaría hablando de una caterva de almas descarriadas dispuestas a moler a palos a todo lo que huela a ábside y sotana. Si es así animo encarecidamente a ateos y agnósticos a seguir mi ejemplo y desmilitarizarse, aunque lo creo poco probable, ya que jamás he visto a un no creyente que exprese su opinión sobre las religiones con más furia de la que se necesita para mantener una conversación acalorada. Puede que lo de la agresividad se eleve sobre el viejo fantasma del catolicismo que hace de la discrepancia un sacrilegio y de la diferencia una intolerancia. Quizá lo que fastidie al pontífice hasta el punto de definirlo como furia o violencia sea que los no creyentes tengamos otra visión metafísica o, incluso, terrenal e incurramos en la destemplanza de expresarlo. Flaco favor le hace a los católicos con este tipo de razonamientos clientelares que presuponen una parroquia dispuesta a confiar en el maniqueísmo perverso que no deja espacio a la moralidad fuera de las religiones. Como si no fuera posible adquirir unos principios éticos sin la mediación del miedo al infierno, como si la asunción de lo bueno y lo reprobable fuera asunto exclusivo del dedo de Dios y del anillo del Papa.