De vez en cuando uno se da cuenta de que hay ciertos integrantes de la propia familia y se sorprende». El familiar directo era, ni más ni menos, que Zine el Abidide Ben Alí, el dictador depuesto recientemente en Túnez, y la frase, aparentemente ingenua, pertenece a Martin Schulz, el líder de los socialistas europeos. En efecto, el sátrapa era miembro de número de la Internacional Socialista. Ha sido expulsado.

Tres días después, eso sí, de que la «generación red» catapultara su derrocamiento y el dictador buscara asilo en Arabia Saudí. Vistos los antecedentes inmediatos, la organización mundial fundada en Frankfurt tras la segunda guerra mundial debió rastrear en sus archivos y «halló» otra pieza política tan poco adecuada como la de Alí para los tiempos convulsos: Mubarak. También fue eliminado de las siglas internacionales hace unos días. La orden la dio el primer ministro griego y actual presidente de la organización, Yorgos Papandreu. Como en el caso del dictador de Túnez, la decisión tampoco se propagó entre la opinión pública.

¿Cómo explicar que la Internacional socialdemócrata que nació entre la crítica al capitalismo y a los regímenes soviéticos y bajo la voluntad de construir una sociedad «libre y democrática» almacenaba a colosales déspotas entre sus filas? Si tenemos en cuenta que Chávez fomentaba una especie de V Internacional Socialista –«yo asumo la responsabilidad ante el mundo»–, heterodoxa y sublimada por el perfume de la guayaba, despejaremos el enigma: no sólo la organización mundial se muestra incapaz de dar respuestas desde la izquierda a los retos de la globalización, a focalizar los interrogantes en cada región según el grado de evolución económica, a revisar la senda a cubrir desde la caída del socialismo real o a ofrecer alternativas comunes frente al salto tecnológico y el desmantelamiento del Estado de Bienestar. La tragedia se convierte en farsa y el legado histórico suma otra charlotada más al exhibir sus profundas alegrías y sarcasmos: la Internacional amparaba a partidos gobernantes de regímenes corruptos y dictatoriales sin que se abriera el mundo bajo sus pies. Y sólo cuando los amotinamientos y revueltas en Túnez y Egipto se han convertido en nacientes «sujetos históricos», la «multinacional» ha rendido cuentas ante Occidente.

La pantomima es obscena, pero hay que contemplarla en sus justas dimensiones. El apadrinamiento de los regímenes podridos de Alí y Mubarak –sobre todo de este último– por el mismo Occidente, a un lado y a otro del Atlántico, diluye cualquier energía crítica. Aliado de EEUU y de Francia, de Alemania e Inglaterra como árbitro de una región explosiva, el papel de Egipto y su dictador en el equilibrio de los poderes de la zona, habilitaba la anuencia de cualquier gobierno autoritario en atención a los intereses supranacionales. La democracia podía esperar. Y más si la democracia se ve amenazada por partidos radicales teocráticos que la impugnan y vulneran