Los nativos de la península Itálica siempre han sido productores de grandes innovaciones. Media centuria antes de Cristo fundaron una república que después se convirtió en Imperio y cuya iconografía acabaría formando parte del imaginario colectivo del siglo XX, entre Hollywood y Cinnecitta. Invadieron tierras de Europa y otros continentes, sembrando violencia y civilización a la vez, como suele suceder, la historia es una mezcla impura de tinieblas y resplandores, como nosotros mismos. Siglos después modelaron el Renacimiento, y ya en la era moderna fue en la vieja península dónde se inventó el turismo o, mejor dicho, lo inventaron los ingleses que convirtieron a las ciudades italianas en el objeto de su pasión. Y ahí comenzó la plaga que un siglo más tarde invadiría todo el planeta.

Los humanos y las humanas de mi generación, o de mi degeneración, crecimos con la Italia audiovisual de los cincuenta y los sesenta, con Celentano, De Sicca, Peppino di Capri, Vitorio Gasman y los grandes del cine en blanco y negro de la época. Y con la rivalidad entre Sofía y Gina, que a mi me parecía que debía de saldarse en favor de la Lollobrígida porque resultaba más fina, o menos rematadamente hembra, aunque la Loren terminó siendo mucho mejor actriz, cosa que con el paso de las décadas acabaría por carecer de importancia, culminando la devaluación del género con Penélope Cruz. Sin olvidar a Mina y a Franco Battiato, en ese orden, tan clásicos ya como el «intermezzo» de «Cavalleria Rusticana». Siempre hay un pedazo de Italia cerca de nosotros, mucho más de lo que conscientemente podamos suponer, y no sólo gracias a los clubs del gourmet del Corte Inglés. Vimos las películas de Antonioni casi por obligación, estaban incluidas en el manual del buen progre antifranquista, y las de Visconti por devoción. Con el paso del tiempo que todo lo madura, a veces incluso hasta pudrirlo, descubrímos que La Notte y L´Eclisse nos conmueven tanto como el Falstaff verdiano o el desnudo trascendente del David visitado en una gélida mañana de diciembre, cuando la escasez de turistas en la Academia te permite terminar abducido por el mármol. Nos conmueven lo mismo aunque de otra manera, pero siempre Made in Italy. Hasta su himno nacional, Hermanos de Italia, que Alberto Arbasino utilizó para titular su novela con viaje iniciático homosexual de los sesenta (la censura española no debió enterarse del alto mariconeo dialéctico), parece una marcha de Aida o de Nabucco. Interpretado en los grandes estrenos de la Scala, cuándo preside la función el jefe del Estado, imaginamos que forma parte de la representación misma.

Siempre hay algo de Italia con nosotros, una frase recordada del diario de Pavese o un «jeans» de Armani Collezioni. La prosa francesa es superior, y la filosofía centroeuropea dominante, pero no existe otro país capaz de provocar tantas y tan variadas emociones, alimentando los sentidos o removiéndonos el alma. En esa lista interminable, que va desde Petrarca a Novecento incluyo a los grandes fabricantes del diseño italiano, el mobiliario fascinantes de los Capellini, Acerbis, Driade o Zanotta. Siguiendo con su estela innovadora, en Italia acaban de inventar la política sin políticos, después de haber inventado asimismo a Berlusconi. El dimitido fue un producto de la democracia, que como la historia, como nosotros, es también impura, y engendra a veces mandatarios muy originales. Pero ahora parece que Berlusconi se hubiera caído de los cielos, abatiéndose por arte de magia, no por causa del voto, sobre el país. La opinión de la mayoría no garantiza que la mayoría disponga de una correcta opinión, pero así son y deben ser las reglas del juego.

Nuestros vecinos han pasado de darse guantazos en el parlamento al pragmatismo de lo necesario en un par de tardes. Siempre creativos, su último invento es una cierta corrección de la democracia mediática. Dejando a un lado las virutas ideológicas y el afán por protagonizar titulares se ponen al tajo para intentar mejorar la realidad. Que insólito tener unos ministros que nunca salieron en la tele, y cuyo único aval es su currículum personal y profesional. Tampoco nos pongamos maniqueos ni asamblearios de cualquier esquina: los mercados seguirán mandando lo mismo que antes, y a lo mejor consiguen los italianos salir del pozo. La eficacia es la cuestión, no la democracia. Menos imaginativos, en España un gobierno semejante sería casi considerado como un golpe de Estado, universitario, por suerte, en este caso. Ojalá que dentro de unos meses no tengamos que copiarles la patente. Italia siempre esta ahí, mucho mas cerca que Francia, infinitamente menos remota que Portugal.

*Amadeu Fabregat es escritor y periodista