El verano casa mal con la preocupación, incluso, cuando se le llama estío, que es su fórmula más sonoramente otoñal y abrigada. Al sol le trae sin cuidado la crisis, aunque no de manera subcutánea; debajo de la playa y de su ritmo de merengue hay esta vez una comezón que mira con especial impaciencia el calendario. El primero de agosto no llega con tambores de alivio, sino de incógnita, a pesar de la disparidad de las previsiones. Los hoteleros auguran una caída del cinco por ciento de la ocupación, lo que es mucho decir para un mes que resume en sí mismo del orden del 15 y el 20 por ciento de los ingresos anuales.

La perspectiva del verano palidece, además, frente al a música de fondo: allá, a lo lejos, en septiembre amenaza la entrada en vigor de los nuevos impuestos y el inicio de una fábula de invierno que puede dejar desnudo al corazón de la Costa del Sol; acostumbrada a mantenerse a flote, la industria no quiere volver a concatenar malas experiencias, toda vez que el turismo extranjero está con ganas de jarana. El español, por su parte, se hunde y ahí el sector despega la toalla de la tumbona y mira a Rajoy y a los bancos y a Draghi. Veremos si no hay guerra: la provincia se juega mucho estas semanas.