Cualquier mayordomo de trono que se precie sabe que su responsabilidad es grave, múltiple y diversa. Lo primero, la seguridad y salvaguarda de los hombres que lleva a su cargo. Después, el ritmo oportuno de paso y el orden correcto de cuya conjunción resulte una contemplación hermosa, armónica, edificante y consecuente con el mensaje religioso que emana de las imágenes sagradas.

Los capataces dirigen las maniobras más comprometidas, pero las decisiones sobre la marcha y la detención del trono, la compostura o la relajación de sus portadores y la adecuación de todo ello al concierto del cortejo procesional, que es un conjunto unificado, corresponden al mayordomo.

El tránsito de un trono puede conmover, pero también indignar; puede convertir almas, pero también escandalizar. No es baladí, pues, gobernar un barco bajo cuya quilla se esfuerzan y conviven muchísimas personas, algunas de las cuales se entregan hasta la extenuación, por puro fervor, mientras otras flaquean por insolidaridad o mera debilidad.

Sobre los tronos acaso se expone lo más preciado de cada hermandad, sus imágenes titulares, los pilares esenciales de unas instituciones cuya fortaleza principal se asienta en la devoción que brota de la fe.

La cofradía en procesión representa una micro Iglesia que peregrina al compás de tambores y solos de trompeta o envuelta en silencios densos, que también forman parte de la partitura. Su peregrinaje, cargado de historia sagrada y teología, de liturgia y religiosidad popular, como también de contradicciones recurrentes, puede persuadir o defraudar, pero siempre concitará la atención del espectador.

Pienso en el compromiso de cada mayordomo de trono ante sus hombres y ante el conjunto de hermanos de esa pequeña Iglesia que es cada cofradía, así como ante quienes les contemplan desde la acera. Me abruma el peso específico que puede alcanzar un mazo para tocar una campana tan sólo por una noche.

Medito un poco más, recuerdo el Cónclave, y me confieso incapaz de imaginar siquiera cuánto puede pesarle el Anillo del Pescador a quien haya de asumir la mayordomía de ese trono inmenso que es la Iglesia. Por suerte, me digo, el Espíritu Santo nos sobrevuela a todos.