Esta semana ha traído consigo la constatación de una impotencia: el gobierno ha reconocido que el desempleo seguirá sin descender significativamente durante los próximos años y dejado ver que no piensa hacer nada especial al respecto. Sin duda alguna, el paro es el problema principal de la sociedad española; pero también la síntesis de su fracaso. De esto se habla menos, porque preferimos echar la culpa a entidades abstractas como el capitalismo internacional o los programas de austeridad. Así, se dibuja el paro como un monstruo de siete cabezas que surge de la oscuridad macroeconómica para azotarnos sin piedad, pero está lejos de serlo: el desempleo español es un producto de nuestra mentalidad colectiva y refleja los defectos congénitos a un sociedad mal organizada y peor diseñada, donde los incentivos son perversos y los resultados, en consecuencia, los peores posibles. Esto último tiene una consecuencia benéfica, que es la posibilidad de cambiar las cosas. Y también, por desgracia, una negativa: la certidumbre de que no las cambiaremos.

¿Cuál es el problema, dónde radica esta desesperante imposibilidad de reformarnos, por qué un gobierno tras otro elude adoptar las medidas necesarias para modificar radicalmente una sociedad cuyos mecanismos motores no funcionan? Pues bien, es probable que la causa principal sea desconcertantemente sencilla: es muy difícil gobernar contra la propia sociedad. ¡Nunca minusvaloremos la resistencia que una situación establecida opone contra las fuerzas que tratan de empujarla en otra dirección! Porque una cosa es el deseo abstracto de cambio, la representación imaginaria de un estado de cosas diferente al que se padece, y otra muy distinta arbitrar los medios necesarios para llegar allí: queremos cambiar sin cambiar. Esa resistencia colectiva explica el lamentable derrotismo del gobierno, que a la vista de todos parece haber renunciado a hacer verdaderas reformas.

Vaya por delante que un gobierno debe ser capaz de hacerlas, máxime si disfruta de una mayoría absoluta que será la última en mucho tiempo; es su responsabilidad y su deber. Pero hay que apuntar en esa dirección psicosocial si queremos entender por qué no lo hace, o sea, por qué anuncia quince veces en dos años las leyes de emprendedores y de unidad de mercado, así como la imprescindible reforma de la sobredimensionada administración, entre otras grandes ficciones que, en su vertiente cómica, incluyen la famosa reducción del número de días festivos que todavía estamos esperando. El gobierno amaga y no da, porque la sociedad no quiere otra cosa: somos un espejo de cobardías. Y eso lo saben Alemania y Bruselas.

En ese sentido, un aspecto particularmente desgraciado de una crisis como la que nos azota es la distancia que media entre el carácter técnico de muchas de las soluciones y una opinión pública poco informada y tendente a la polarización ideológica. Por supuesto, se me dirá que las decisiones políticas no son solamente técnicas; pero la política no puede, por ejemplo, decretar el pleno empleo: ya lo habría hecho. Nuestros problemas económicos tienen un origen político y los arrastramos desde el franquismo: carecemos de mercados competitivos y nos sobra intervencionismo. Pero más competición y menos regulación suele ser aquello contra lo que la sociedad se manifiesta.

Nuestra parálisis, que no deja de serlo por mucho que se acompañe de retórica reformista, está así relacionada con una discrepancia social profunda: la referida a las medidas a adoptar. Los ciudadanos rechazan aquello que suele convenirles a largo plazo, mientras los grupos de interés, ya sean sindicatos o empresas eléctricas, se movilizan en el corto plazo contra las reformas que les son desfavorables; el consiguiente ruido populista dificulta la formación de consensos. Por su parte, la oposición teatraliza una discrepancia en realidad inexistente, porque cualquier político mínimamente serio sabe qué es lo que no funciona en España; otra cosa es que no pueda decirlo, porque el código gobierno-oposición exige que no lo diga. Si a eso sumamos que las comunidades autónomas no aplican aquellas medidas o sentencias que les disgustan, mientras sus burocracias y castas políticas se resisten a perder poder, el resultado es un país sencillamente ingobernable. Sobre todo, si no hay nadie al volante.

Y así avanzamos, de justa indignación en justa indignación, hasta la bancarrota final.

*Manuel Arias Maldonado es profesor titular de Ciencia Política de la Universidad de Málaga