¿Realmente le damos valor?. Soy un apasionado de la imagen en toda su dimensión. Con cierta obsesión según para que cosas. Aún recuerdo con nostalgia aquella calle Victoria salpicada por enormes bolsas azules con la estampación del Club Maristas en el zapatillero. Los Kappa de paseo con dos ribetes morados y verdes nos permitía recordar cada fin de semana que representábamos a nuestra ciudad. Desde el primer al último jugador, todos vestían la misma indumentaria. Sin distinciones. Todos gozaban de los mismos derechos. Era el refuerzo de una imagen de marca.

Una marca, una imagen, fortalecida al llegar a cualquier lugar. Favorecida. Entre la envidia, la crítica o el buen gusto, según quien lo juzgase, lo cierto es que no dejaba indiferente a nadie. Se cuidaba con esmero hasta el más mínimo detalle y en cierta manera también se empleaba como estímulo o refuerzo según que entrenador. Vestir aquellos colores era un honor. Desprestigiarlo con cualquier gesto o menosprecio dentro o fuera del campo, un ultraje al equipo. A todo un club.

Los importantes valores que el deporte nos ofrece también salían fortalecidos. La educación y el respeto eran poco más o menos que el pilar de esa imagen. Saber estar. Con o sin el uniforme de juego. En la pista, en un comedor, de concentración o en la grada. Porque la educación se extrapolaba a tu vida, a tu grupo de amigos o a tus compañeros de clase. Un mensaje de ida y vuelta. La imagen como cohesión, como soporte del proyecto. Pertenecer al club, vestir sus colores, era como estar de servicio veinticuatro horas al día.

Pero los tiempos han cambiado y la imagen ha perdido fuerza. Prestigio. Solidez. Los problemas financieros tampoco ayudan a mantener esos criterios. La escasez de recursos nos lleva a tomar decisiones difíciles. Comprometidas con esa apariencia. Poco son los clubes que son capaces de mantener a todos sus equipos bajo un mismo paraguas. Los apellidos lo ponen una o varias empresas en un abanico de denominaciones que hace complicado visualizar con nitidez la raíz del club. Los colores varían según que sociedad proponga la esponsorización. El arco iris de equipaciones difumina la imagen. La maltrata. Pero es lo que hay.

Seguidamente los desplazamientos en bus dan paso al vehículo particular. El restaurante al bocadillo en mitad de un área de servicio. El chándal de viaje al pantalón vaquero. La sudadera de calentamiento a la camiseta lograda en una verbena. Es la otra estampa. Y nos hemos acostumbrado a convivir con ella, como lo hacemos con esta maldita crisis. Desde los equipos humildes que jamás tuvieron un zapatillero a esos otros conjuntos semiprofesionales que cruzan España en sus coches para jugar un encuentro de liga. Que llegan desperdigados a la instalación solapados entre aficionados.

Pobre imagen. Ya no se valora. Nadie se abruma si el rival aparece con una simple camiseta, juega y se marcha sin más, si papá espera en la puerta para llevarme a casa junto a otros compañeros, si un equipo se retira en mitad de la competición o se inscribe para días después desaparecer. Nadie se sorprende si el entrenador hace de médico, fisio, delegado y conductor. Si comparecen los justos para no ser sancionados. Pudor. Imagen. Difícil cohesión en estos tiempos.