Cuando leí el viernes por la tarde, en el teletexto de Canal Sur, que una familia de un municipio de Sevilla había fallecido por una intoxicación alimentaria, pensé de inmediato que se trataba de una familia humilde, porque estas cosas sólo ocurren en familias humildes, empujadas por la necesidad a comprar alimentos con escaso control sanitario, a aceptar lo que les llega sin hacerse demasiadas preguntas y dando mucho las gracias.

De la misma manera, son familias humildes las que a veces mueren debido a la mala combustión de un brasero humilde, encendido para combatir el frío y que acaba convertido en una pequeña cámara de gas doméstica, porque lo normal es que el hambre y el frío arrecien más cuando tienes poca formación, cuando vives de trabajos precarios, cuando hay alguien enfermo en la familia y esta sociedad sólo te ofrece un poco de su caridad en función de la época del año.

Imaginé al principio a una familia comprando cualquier cosa en un mercadillo, como en los años de la colza, a otra familia parecida empujada a vender cualquier cosa con tal de conseguir unos pocos euros con los que quizás comprar a su vez alimentos en mal estado y poder encender braseros llenos de riesgo. La pobreza es lo que tiene. Es como una pescadilla que se muerde la cola, siempre con los mismos protagonistas y los mismos perfiles y las mismas víctimas asesinadas por la crisis y la desvergüenza.

Los medios ahora han dado nuevos datos y habrá que esperar al resultado de la autopsia. Las instituciones han tirado de protocolos de actuación y también lo han hecho los partidos políticos, todos de perfil cuando este repentino fogonazo, en pleno fin de semana prenavideño, ha agitado las conciencias aún adormiladas por las primeras comidas fraternales de diciembre. En el hospital sigue una chica de trece años, y me pregunto a dónde irá cuando salga, huérfana y un poco más pobre si cabe, cuando se recupere y las instituciones públicas apliquen el correspondiente protocolo. Quizás a un centro de acogida, donde podrá comer algo caliente y no caducado rodeada de paredes frías y acompañada por la más inmensa soledad. Si Dickens reviviera, tendría hoy motivos de sobra para escribir centenares de Cuentos de Navidad, tan trágicos y espantosos como el vivido por esta familia de Sevilla. Quedan dos semanas para que comience un nuevo año. Brindemos por ello.