Hemos superado la primera mitad del maratón navideño. En mi caso, ya exhausto. Pienso en la semana que nos resta y comienzo a hiperventilar. El festín que tenemos montado en este país con motivo de una fiesta religiosa que casi nadie celebra es pantagruélico. Son las bodas de Caná en versión moderna y extendida. Comenzamos a regular el ritmo laboral recién aterrizados del puente de la Constitución. Afrontamos con vigor las cenas de empresa, las reuniones con amigos y los actos benéficos, para llegar bien entrenados a las etapas reina de la ronda navideña: Nochebuena, Navidad, cena de Fin de Año, comida de Año Nuevo, cotillón de Reyes y almuerzo posterior. Pirineos, Alpes y Dolomitas de la manduca sin solución de continuidad. En total un mes de excesos, un Ramadán invertido, un no parar gastronómico y etílico ineludible para los que aún se lo pueden permitir, so pena de parecer un ser amargado e insociable.

Santa Claus, Papá Noel, los Reyes Magos y algunas otras variedades autóctonas, como el Olentzero vasco, nos invaden en tropel. Un mismo ejército que avanza en dos oleadas: ¿para qué elegir el vencedor? Vengan en renos o en camellos, entregamos las llaves del domicilio familiar a todo aquel que se acerque de noche con un saco. La idea consiste en sepultar a las criaturas bajo cajas de regalos y papeles de colorines, de tal manera que cuando abren el último presente no sepan ni dónde están, borrachos de alegría por ese botellón doméstico de muñecas y consolas. Una suerte de mal de Sthendal juguetero, a mayor gloria de una industria deslocalizada en China. Estas fiestas son para los niños, sus verdaderos y casi únicos protagonistas. El resto somos espectadores y financiadores de una función con excusa religiosa en la que todos participamos gozosos, creamos o no en el misterio de Cristo. Los más coherentes con su agnosticismo no piden que se suspenda la fiesta, sino que se celebre otra cosa: el solsticio de invierno. Como en el Titanic, lo importante es que la orquesta no deje de tocar. Brillan los rostros de los niños ante una comedia de eterno final feliz. Y a los adultos nos gusta que sea así, porque creemos que su inocencia lo merece, y porque de esa manera, mirando hacia la luz, no tenemos que atisbar las sombras, crecientes en número, de los que no podrán disfrutar estos días de ninguna sonrisa frente a ellos. Aunque a algunos les cueste creerlo, son éstas situaciones mucho más reales que los videojuegos de la nueva XBox.

Además de la dicha infantil, existe una segunda causa universal para ensalzar la Navidad: el reencuentro con los seres queridos. Pero no siempre este motivo es tan poderoso como para eclipsar otras dos consecuencias que a menudo acarrea: la primera, el dolor por la ausencia de los que ya no están. Y la segunda, verse obligado a soportar durante unas horas, incluso días, a personas, familiares o no, con las que en otras circunstancias no compartiríamos ni un minuto de nuestras vidas. He aquí otro de los fingimientos que muchos interiorizan en silencio, pero pocos verbalizan: si sólo es una noche, la comida y nos vamos, total son dos veces al año... Con un buen vino circulando con generosidad, en ocasiones el ágape se descontrola y se arma una bulla imposible de reconducir, al menos hasta la siguiente Navidad. Y también convivimos en estas fechas tan entrañables con personas mayores que la primera palabra que con la edad olvidan pronunciar es «gracias». Están convencidos que los demás, sea cual su grado de parentesco, habitan en este planeta sólo para servirles a ellos. Ni un reconocimiento a sus anfitriones por acogerlos, alimentarlos y agasajarlos. Es un derecho adquirido, como la pensión. Son fechas que otros padres aprovechan para invitarte a la comunión de su hijo la próxima primavera, pero que no acercan al vástago a una iglesia ni siquiera el día que los cristianos celebran el nacimiento del Hijo de Dios. En mayo disfrazarán al nene o la nena de almirante o princesa en otra celebración farisea que ya ni nos molestamos en camuflar.

La Navidad puede llegar a ser tan deprimente que nos obliga a realizar el esfuerzo sobrehumano de olvidar todas estas miserias y quedarnos sólo con lo bueno: la mirada radiante de los niños, el abrazo sentido de las personas que queremos, y el caldo glorioso que no catamos durante el resto del año. Yo lo intento, pero esta es una hipótesis que sólo tenemos al alcance los más afortunados. En cualquier caso, tal y como viene el tarifazo eléctrico, lo mejor sería que se fueran apagando cuanto antes las luces de este Ramadán invertido.