En una antigua tienda de numismática, en la calle Tous y Ferrer de Palma, encontré una moneda de plata que me llamó la atención. Era una moneda de cinco pesetas, un duro de 1870, pero no tenía la efigie de un rey ni de una reina, sino la figura de una mujer tendida en una especie de diván y que sostenía una rama en la mano. Cuando le pregunté al vendedor qué moneda era aquella, me explicó que era un duro de la Primera República, una pieza bastante rara porque se habían acuñado muy pocas. Yo era un escolar por entonces, y sólo había oído hablar -y además bastante poco, y casi siempre en voz baja- de la Segunda República, a la que la poca gente que hablaba de ella -y siempre con temor, repito- llamaba «La República», a secas. Aquel día descubrí que aquella república no había sido la única, porque había habido otra, más misteriosa si cabe que la otra, porque había acuñado aquellas monedas tan raras con la mujer tendida en el diván (y que ahora se venden a 1200 euros en eBay).

Desde entonces he sentido interés por aquel periodo de tiempo que sigue siendo casi desconocido -me pregunto cuántos escolares actuales tienen alguna idea sobre la Primera República-, y he ido averiguando algunas cosas. Aquel duro, por ejemplo, no era de la Primera República, como me dijo el numismático, sino del Gobierno Provisional que había derrocado a Isabel II y que luego elegiría rey a Amadeo de Saboya (otro extraño rey del que casi nada se sabe). La Primera República ni siquiera llegó a acuñar moneda, porque duró tan poco -apenas nueve meses entre febrero y diciembre de 1873- que no tuvo tiempo de hacerlo. Pero en esos nueve meses tuvo cuatro presidentes distintos, dos de los cuales, por cierto, fueron catalanes: Figueras y Pi y Margall, los dos federalistas, los dos dimisionarios. Figueras, en medio del caos parlamentario por las luchas sin fin entre republicanos unitarios y federales -«aquello era un juego pueril, que causaría risa si no nos moviese a grandísima pena», escribió Galdós-, dejó su carta de dimisión en su despacho, dijo que iba a dar un paseo, se fue a la estación de Atocha y se subió al primer tren que salía para París. No regresó. Su sustituto, Pi y Margall, tuvo tiempo de redactar una Constitución Federal, en la que la República se dividía en 17 estados -Baleares lo era, igual que Cataluña o Canarias o Extremadura-, que tendrían «una completa autonomía económico-administrativa y la facultad de darse una Constitución política». Cuba y Puerto Rico, por entonces colonias españolas, pasaban a ser estados federales, con lo cual se intentaba solucionar el problema de las reivindicaciones independentistas de los cubanos. Pero en el verano de 1873 se produjo una nueva rebelión carlista en el norte y en Cataluña, y cuando Pi y Margall pidió al Parlamento nuevos poderes para hacer frente a la rebelión, los federalistas intransigentes se los negaron. Pi y Margall tuvo que dimitir, y al poco tiempo se inició una rebelión cantonalista que se extendió por muchas ciudades del sur. Cartagena se proclamó Soberano Cantón Independiente -y llegó a acuñar su propia moneda-, y luego lo hicieron Cádiz y Alcoy y Valencia y otras muchas poblaciones. Sevilla se proclamó República Social y la Diputación de Barcelona proclamó el Estado Catalán. Y todo esto mientras las tropas carlistas atacaban desde el Norte y amenazaban Madrid y Cataluña. Pi y Margall fue sustituido por otro republicano, Salmerón, que sólo estuvo un mes en el poder porque se negó a firmar una sentencia de muerte. Tres meses después, el general Pavía entró a caballo en las Cortes -hay un cuadro que representa la escena-, disolvió el Congreso y se propuso formar un gobierno nacional de unidad entre todos los republicanos, pero no consiguió poner de acuerdo a nadie y al final tuvo que solicitar el regreso de la monarquía borbónica en la persona de Alfonso XII. Así acabó la Primera República. Una lástima, porque muchos problemas actuales podrían haberse solucionado si aquello hubiera llegado a funcionar. Cuento esto porque este periodo tan desconocido -y tan alejado de nosotros- a veces se parece de una forma inquietante al nuestro. El guirigay, la ofuscación, la incapacidad de llegar a acuerdos, los maximalismos, la retórica hueca, la terrible crisis económica -que era entonces casi peor que la de ahora-, todo eso nos suena demasiado conocido. Demasiado conocido.