Nada es posible sin endeudarse, pero las deudas son una soga al cuello para toda la vida. Esta es la percepción popular, y no anda desencaminada. Existen, desde luego, héroes cotidianos o gente afortunada que logra transitar de la cuna a la tumba sin firmar ni una sola letra. Gente que lo paga todo al contado. Si no se trata de millonarios sino de personas corrientes, tal actitud solo es posible a base de renuncias. Renuncio a la vivienda en propiedad, o no accedo a ella hasta que haya ahorrado lo suficiente. Renuncio al coche que no pueda pagar euro sobre euro. A las vacaciones que no quepan en la libreta.

Desde luego, esta no es la actitud más generalizada. Los «cómodos plazos» son una golosina irresistible. Y el señuelo de «como un alquiler» alimentó la burbuja hipotecaria/inmobiliaria que desencadenó la crisis de la deuda. Pero, a la vez, es sabido que el invento de la venta a plazos dio un empuje descomunal al consumo norteamericano, y por tanto a la producción, y al empleo, en la segunda mitad del siglo pasado. Fenómeno que se extendió por el mundo.

El crédito alimenta la locomotora de la economía (y la recalienta). Sin crédito la prosperidad se retrasa. En las empresas, más incluso que en las familias. Uno puede pasar con un televisor de menos pulgadas que el vecino, pero una empresa no puede competir con peor equipamiento que los competidores. Si estos van al banco para financiar su nueva maquinaria, va a ser difícil no hacer lo mismo. Y así todo el sector de moderniza€ y se endeuda. Porque un crédito es una deuda.

El crédito es bueno, las deudas son malas: Así de esquizofrénicos estamos. ¿A qué se debe el pánico a las deudas en este país? El Fondo Monetario Internacional lo tiene claro: porque convierten cualquier fracaso en una condena a cadena perpetua. Por ello recomiendan la adopción de medidas que faciliten lo que se llama «fresh start», nuevo comienzo. Se trata, en síntesis, de establecer un sistema de aplazamientos que permitan a los emprendedores de un negocio fracasado, si reúnen ciertas condiciones, emprender una nueva aventura sin que se lo impida el peso de la deuda asociada al fracaso anterior.

Según sita el FMI, España es uno de los cuatro únicos estados de la Unión Europea que carecen de un sistema de nuevo comienzo en su normativa. Los otros son Hungría, Croacia y Bulgaria. El Fondo advierte de que «muchos países de la UE tienen introducido un nuevo comienzo sin socavar cultura de pago, aumentar el costo del crédito, o poner en peligro la estabilidad financiera», y cita como ejemplo a Alemania, que estableció el periodo de «vuelve a intentarlo» en siete años.

El razonamiento es sencillo: si el nuevo comienzo funciona, el deudor tiene más probabilidades de acabar cobrando que si el emprendedor deja de serlo para siempre. Esto es algo que los bancos pueden entender, pero quien debería en primer lugar son las administraciones públicas, que funcionan a la vez como cobradores implacables y como pagadores morosos. Si la creación de empresas es lo que nos va a sacar del agujero, hay que dejar de asustar a los emprendedores.