La inocencia es frágil. Una duda, un cliché, una ambigüedad, las heridas de la conciencia social, un asedio, la vuelven vulnerable y la reducen a nada. La inocencia es una apariencia. Tiene cara y tiene cruz. Su legítima defensa, su presunción o su condena, dependen de la primera y espontánea relación que se establece entre su rostro y la mirada desde la que es juzgada. Muy pocos la interrogan, la indagan o la reflexionan. Tampoco aguardan con serenidad el dictamen de las pesquisas, la evaluación de las pruebas, la influencia de los vacíos. La mayoría la juzga por la empatía con su físico, con su condición social, con su sexo, con su edad, con el delito con la que se la relaciona. No es lo mismo poseer buen aspecto, un apellido, un estatus y un lenguaje que ser la estampa de la exclusión, de la sospecha, del intrusismo hostil en la moral. Una imagen u otra favorece que se exima o se lacere lo ocurrido, que se acepte o se repudie al protagonista del suceso. Víctimas y verdugos están sujetos a este escrutinio que fundamenta la animosidad o la aversión. El veredicto de los juicios paralelos que hacen y propagan las voces de la sociedad y siempre conllevan una ejecución atroz, determinante, demasiadas veces errónea. En la prensa, en la calle, en las redes sociales donde la opinión tiene una enmascarada agresividad que carece de serenidad, de solventes conocimientos y de rigor. Es fácil violar a la inocencia. El castigo nunca es contundente ni ejemplarizante. Su huella es una marca tan difícil de borrar como la que deja en una víctima la cobardía hostil de una humillación física y psicológica.

La denuncia de una joven que, durante la reciente Feria malagueña, acusó a cinco chicos de haberla violado y que tres días después archivó una juez, ante la falta de pruebas congruentes y de la aportación de testimonios de testigos cercanos y del video de un móvil, ha puesto de manifiesto lo sencillo que resulta mancillar la inocencia. Y también el afán de ajusticiamiento de la gente, los posicionamientos inflexibles a la hora de analizar. La culpa pesa más que la inocencia. Su arraigo en la moral y en la cultura favorecen que condenar sea un poderoso acto reflejo, el liderazgo de la voz de la conciencia que tantas veces se ciega y zozobra.

Adentrarse en este caso es peligroso. Igual que ocurre con todo lo que en este país conlleva ser y estar frente a otro estar y ser. Y más aún si sé es y se hace desde la independencia y el cuestionamiento de una u otra posición. Pero si se sopesan las dudas y las sombras parece evidente que, entre la mujer y la pandilla masculina, se emborronaron el deseo, la libertad, el respeto, la inocencia y la culpabilidad. Que entre el consentimiento y la violación se encuentran la sospecha de la ebriedad y la dominación, la vulnerabilidad y la fuerza, la atmósfera y la toxicidad, la conciencia y la vergüenza. Cada binomio debió ser analizado de manera más pausada, más íntima y más convincente por la policía, los psicólogos, los médicos, los abogados y la juez. Sin esa habitual predisposición a compartir pistas, recelos y hallazgos en tiempo real. La labor policial y judicial requieren más calma, más confidencialidad. Es preocupante que en pocas horas una chica pase de ser víctima a ninfómana. Que unos chicos sean evidentes delincuentes desarraigados a convertirse en mártires de los prejuicios sociales. Que una juez sea el blanco de un linchamiento en la red y ahora le toque el turno al abogado defensor. Sin olvidar que todavía son muchas las voces que consideran culpables a sus clientes. Lo mismo que otras juzgan por igual el comportamiento de la joven. La moral es hipócrita e ideológica. Muchas veces se expresa desde una educación machista y un convencimiento político y otras desde movimientos que combaten esa cultura y la dureza de una realidad. La primera yerra en lo ético, la segunda cuando la ciegan la rabia y el dolor. En medio de ambas la verdad zozobra y el corazón de la historia se tensa por las impurezas y el ardor que hay entre la absolución y el convencimiento acusatorio. Los jóvenes y su abogado piensan ahora denunciar a la joven. Ella y su familia guardan silencio y moral, misterio o indignación. Mientras en la calle y en la red continúan las preguntas sin respuestas y las voces que erigen en hoguera su verdad.

Los datos duelen. En 2013 hubo 1.298 agresiones sexuales con penetración. Los parques, los garajes, el portal de las casas, la madrugada de un fin de fiesta, fueron los escenarios en los que las víctimas perdieron su dignidad y comenzaron a tener que defenderse de un secreto difícil de cicatrizar. Porque son muchas las que no denuncian. A veces por vergüenza y otras porque consideran que la policía evalúa sin tacto el grado de conciencia, la reacción al miedo, las heridas de la defensa o las huellas del abuso, sin hablar de la indignación que produce la confusión masculina ante la invitación, el consentimiento, la reconsideración y el doblegamiento. A este dato va emparejado el de la página web del Ministerio de Interior recomendado no hacer auto stop, transitar por calles mal iluminadas en horas avanzadas o entrar en un ascensor con un desconocido. Sólo falta pedir recato al elegir el prét-a-porter. No es extraño que aumente la cifra de militantes en el Slut Walk (marcha de las prostitutas) que defiende el derecho de las mujeres a vestir tan provocativamente como ellas quieran.

Está claro. La violación es un grave problema social que tiene que combatirse desde la educación y la justicia. Lo mismo que desde la justicia y la educación hay que poner en valor que la inocencia no es una apariencia ni se puede violar a cara o cruz.