En la sabia comedia Il federale, un descacharrante y descacharrado autobús recorre una carretera italiana al final de la segunda guerra mundial. Entre el pasaje, popular y ruidoso, un artesano lleva a consagrar la figura del Beato Colasanti, paisano suyo, que dice haber hecho con sus propias manos. Atacado el vehículo por la aviación enemiga, los pasajeros se echan cuerpo a tierra y después de dos pasadas de metralleta, los aviones se van y los viajeros regresan al bus. La cabeza del beato sale por la ventanilla y parece que de sus ojos brotan lágrimas. Inmediatamente, el lugar se llena de fieles del beato Colasanti. «Milagro, milagro» gritan cargándolo entre todos mientras el artesano pide prudencia, «en esto la Iglesia va con pies de plomo». Cuando la figura rompe observan que las lágrimas eran aceite de oliva que llevaba de estraperlo el presunto artesano, que aclara que el aceite es de «grano».

«Milagro» es una palabra que aparece en los periódicos y en las bocas ante lo que es suerte, rareza, descubrimiento científico o avance tecnológico. Cargamos con mucho pensamiento mágico y, desterrada la magia pagana, recurrimos a la magia de la religión.

La última suplantación de la ciencia por la magia la pronunció el médico misionero Kent Brantly, infectado con ébola y trasladado hace varias semanas a Estados Unidos para recibir el tratamiento experimental ZMapp. Después de que le pusieran un tratamiento nunca antes utilizado en humanos y de que éste diera resultado, sus palabras públicas fueron «este día es un milagro». El milagro fue lo que trascendió porque en lugar de agradecer a los científicos su esfuerzo se declaró incapaz de «agradeceros suficiente vuestros rezos y vuestro apoyo. Por favor, no dejéis de rezar por la gente de Liberia y África Occidental y por el rápido final de la epidemia del ébola».

Mejor si envían el suero ZMapp para todos.