Hoy, tal y como me pasó en su día con la rúcula, debo poner negro sobre blanco una situación insostenible que se nos está yendo de las manos este verano. Me refiero, no podía ser de otra manera, a las puretonas que visten shorts ajustados. Efectivamente, la escuela de Ana Obregón ha hecho mucho daño, como los programas de cocina por los que la gente echa cilantro a la paella, y hoy padecemos una epidemia de señoras sin sentido del ridículo que, aún no entiendo por qué, se ven en la obligación de mostrarnos a todos sus bronceadas y embutidas nalgas pellejonas, esas rebabas glúteas que rebosan de unos vaqueros estudiadamente recortados para insinuar lo que una vez, hace demasiado tiempo, pudo ser digno de ser enseñado.

De verdad que no me lo explico. Me las imagino despertando por la mañana, pizpiretas y cantarinas, sirviéndose un cuenco de muesli con un batido verde antioxidante, al más puro estilo Preysler, y tras el frugal desayuno irán a su atiborrado armario para elegir el modelito con el que dejar boquiabiertos a todos los vecinos, pero nada llamativo, algo refinado y discreto. Ya está, supongo que se dirán satisfechas, y alargando la mano escogerán una camiseta estridente y un pantaloncito vaquero con flecos e hilachos, denim le llaman los entendidos, para demostrar que la que tuvo retuvo, y así rivalizar en igualdad de condiciones, o eso creerán ellas, con la joven y prieta competencia.

Vaya por delante que cada quien es libre de vestirse como quiera, y ese derecho fundamental me confiere la posibilidad de levantar la voz en beneficio del buen gusto, porque creo que una mujer puede ser elegante y sensual, histriónica y llamativa, clásica y atemporal, burda y excesiva, o recatada y monjil, en definitiva una mujer puede y debe ser como desee, pero ante todo debe ser madura, acorde a su edad y sus circunstancias, conocedora de sus virtudes y limitaciones, poderosa e independiente, porque ahí es donde radica su verdadero atractivo físico, y no en un infantil intento por disimular el paso del tiempo, porque los muebles antiguos bien restaurados tienen su encanto, un embrujo especial y único con el que nunca conseguirá empatar un diseño innovador.

Esa visión, la de una persona mayor con atuendo joven, sea hombre o mujer, me despierta risa y mofa. A qué viene esa moda de vestir chaquetas que no cierran, calzado con aire deportivo, bermudas multicolores o camisas de llamativos estampados, por no hablar de esos ajustadísimos pantalones que rozan el estrangulamiento genital. Todo eso no es más que el disfraz de un Peter Pan venido a menos que pretende engañarse a sí mismo, y por ende, a los demás. No me fio de quien no acepta quien es, así de simple. Por eso no entiendo que una mujer, y todo lo envidiable que representa, pierda su tiempo en renegar de su tiempo.

Puede que la intención de esa señora de shorts ajustados, por la que uno implora para no encontrársela de espaldas y que se agache a atarse las botas, sea situarse en un mercado al que vuelve tras divorciarse de un gañán que nunca la valoró. Puede que quiera recuperar los años perdidos junto a un imbécil que jamás le dio la libertad de insinuarse, quién sabe, pero una cosa está clara, los personajes que suelen frecuentar ese zoco son deshechos de tienta con postizos, espejos maquillados del mismo pasado del que ella huyó.

Así que señora, le hablo a usted. Hágame un favor, hágase un favor, no regale lo que cree que un hombre quiere ver, no malvenda sus secretos; en vez de eso valore muy caro eso que la hace especial y que un hombre no merece. Su amor propio, el buen gusto y las retinas de toda la raza humana se lo agradecerán.