Las trágicas noticias que la violencia de género nos depara desgraciadamente con demasiada frecuencia nos obligan a reflexionar seriamente sobre el origen de la misma, ya sea específicamente sobre ella o más ampliamente en su relación con la violencia en general.

El desarrollo socioeconómico de las últimas décadas del siglo XX animaba a pensar que el mutuo y mejor conocimiento entre todos los colectivos y sociedades iban a propiciar un clima de concordia, asentando las bases para una convivencia pacífica basada en el respeto mutuo.

¡Nada más lejos de la realidad!

En estas primeras décadas del siglo XXI asistimos al resurgir de algunos de los viejos fantasmas de la intolerancia del pasado, ya tengan estos tintes raciales, religiosos o nacionalistas. De su mano, la intolerancia que los planteamientos ortodoxos conlleva ha ido ocupando cada vez más espacio en las interrelaciones sociales y también personales.

A ello se han sumado nuevas actitudes intransigentes que la generalización de la educación y la cultura parecía que nos había permitido superar. De este modo las manifestaciones políticas, deportivas e incluso festivas, se han convertido en focos de violencia permanente del que no es ajeno el propio entorno familiar.

Asistimos perplejos a una generalización de la violencia, más allá de sus connotaciones de género, raza, condición social o ideología, en una constatación de la práctica tribal de la imposición del fuerte sobre el débil.

En una sociedad que idolatra a triunfadores, -ya sean éstos deportistas, gente del mundo del espectáculo, de la vida pública o simples intervinientes y tertulianos de los programas de telebasura-, el reconocimiento de la acción colectiva se ha ido degradando poco a poco. Una sociedad en la que el viejo axioma deportivo de que lo importante era participar, ha dado paso a que lo único importante es ganar, dejando en el olvido cualquier valoración de otra naturaleza.

Son estos nuevos «valores» sociales una de las premisas que alimentan la violencia en todas y cada una de sus gradaciones.

La violencia doméstica afecta a las parejas heterosexuales y homosexuales; a las relaciones de los padres sobre los hijos y viceversa. La violencia en el mundo laboral afecta tanto a la precariedad de los nuevos contratos como a las exigencias esclavistas a los empleados. La violencia en el ámbito deportivo afecta a los árbitros, a los deportistas y especialmente a la gran mayoría de los aficionados frente a los grupos ultras. La violencia en las escuelas entre adolescentes e incluso entre niños, se ha hecho fuerte en las redes sociales. La violencia en la política y en la vida pública permite descalificar arbitrariamente a todos aquellos que manifiestan su opinión y su criterio frente a las mayorías partidistas.

Si nos retraemos a nuestros ancestros más lejanos, no me cabe la menor duda que uno de los hitos que nos permitió llevar a cabo el tránsito de primates a nuestra condición humana, fue aquel momento de la historia en la que las tribus nómadas del neolítico decidieron llevar consigo a sus compañeros viejos y enfermos, en vez de dejarlos abandonados al albur de las inclemencias meteorológicas o de los depredadores animales.

Hoy, en un mundo donde la individualidad prima sobre la colectividad, donde los representantes sociales y políticos buscan más lo que nos diferencia que lo que nos une; donde el parecer es más importante que el ser; nos hemos olvidado de los débiles, de los menos capacitados, de los más vulnerables.

La pérdida de la empatía en muchos de los ámbitos sociales ha permitido la condescendencia con la violencia en muchos de nuestros comportamientos personales.

Tras el cacareado triunfo del mercado y la globalización se esconde la violencia económica de los países ricos sobre los pobres; detrás de las altisonantes palabras a favor de los derechos humanos se asienta el rechazo a que migrantes de todo género se incorporen a nuestra sociedad; y más allá del brillo de las luces y las guirnaldas de las fiestas de hermanamiento se oculta un mundo de rechazo al diferente, de miseria y de pobreza.

La violencia se ha instalado entre nosotros. Como en el viejo oeste norteamericano vuelve a imperar la ley del fuerte sobre el débil. Y aunque no lo parezca, cuando la sociedad tiene a su disposición los mayores recursos de su historia, volvemos a dejar en el camino a los enfermos, a los viejos, a los débiles y en definitiva a los más vulnerables, olvidando con ello parte de nuestra condición humana.

A todos y cada uno de nosotros nos corresponde poner coto a esta espiral de violencia, pero especialmente a los fuertes; a las instituciones políticas y a los representantes sociales; a las grandes empresas; a los influyentes medios de comunicación; a todos aquellos que pueden y deben decidan utilizar su fortaleza para hacer de ella la palanca del necesario cambio social que necesitamos en favor de los débiles.