Mi casa es mi templo. El mío y el de todos los que la habitan. Mi casa, por decisión familiar, es una casa de acogida y de puertas abiertas. Pero también les digo que, en mi casa, yo soy un señor feudal para todos aquellos que pretendan atravesar el foso sin permiso, ya sea como banda de encapuchados que echa abajo la puerta o como asaltante independiente que se encarama al balcón. Mi casa, si llegara el momento en el que hubiera que activar los resortes de la legítima defensa, será custodiada bajo los mismos parámetros medievales de quienes, hace un puñado de siglos, protegían su castillo sitiado frente al enemigo. Con aceite hirviendo, si es que hiciera falta. Y cuando hablo de la casa, como ya imaginarán, me refiero más a sus moradores que a las habitaciones. Pero no se equivoquen. No vayan a pensar que uno no es consciente de cómo está el patio. Quien les escribe estas líneas trabaja como servidor público para la Administración de Justicia y conoce los requisitos legales que deben concurrir en la legítima defensa para que sea considerada como eximente de responsabilidad penal. Pero es que, cuando violan tu casa para robarte, no estamos hablando de un simple inmueble, que es como la legislación define este tipo de bienes, sino que aludimos al concepto de hogar. Y el hogar se alza como una valoración espiritual que aporta más profundidad de la que jamás contendrá el Código Penal. El hogar no es un piso. No es una expresión que se refiera a los testeros, sino a la familia o, simplemente, a uno mismo. No se trata de algo importante, se trata de lo más importante. No hablamos de la cláusula suelo, sino de tu suelo, del suelo de tus días y los de tu gente. Hablamos de tu pareja, de tus hijos, de tus padres y de todas las pertenencias que han ido marcando la historia de tu vida. Por eso, cuando una banda asalta una vivienda, tal y como ocurrió recientemente en Puerto de la Torre, el hogar debiera abanderarse como la mayor eximente que pudiera contemplar el Código Penal una vez probada la agresión ilegítima. El jurado popular, en su caso, se debería limitar a hacerle la ola a quien tenga la buena suerte de haber podido contrarrestar, de manera irreversible, una agresión en su domicilio. Quien entra en una casa para robar posiblemente sea capaz de algo más que abrir una puerta o una ventana para limitarse a echar un ojo y mangar lo que quede a mano. Seamos francos, es capaz de algo más. Llegado el momento, quien se levante a orinar en mitad de la noche, dentro de la misma casa que comparte con su pareja y sus hijos, y se encuentre a un desconocido en el pasillo, ¿debiera acordarse de los criterios con los que la jurisprudencia aplica o reconoce la eximente de legítima defensa? A mí, particularmente, la cabeza se me va a una de las citas de la impecable Casino de Scorsese: ¿Por qué arriesgarse? Uno no calibra cuando de lo que se trata es de defender a los tuyos en el propio hogar, en terreno sacro. Y si uno se equivoca, si al final existe una explicación meridianamente lógica que justifique la presencia en tu vivienda del extraño al que le has abierto la cabeza con lo primero que has tenido la posibilidad de agarrar, ¿acaso te puede exigir el ordenamiento jurídico otra cosa? ¿Es razonable que se te exhorte a preguntar antes de atizar? ¿Es comprensible que debas procurar amedrentar al extraño con el churro que usan tus hijos en la piscina antes de trincar el candelabro de hierro forjado y golpear allí donde nadie cojea? ¿O quizá lo recomendable sería seguir a ese extraño a lo largo de la penumbra del pasillo hasta que lo vieras entrar en el cuarto de tus hijos y pudieras verificar si sus intenciones son verdaderamente perversas? Inmersos en el trance y con la que está cayendo, toda mesura implica correr algo más que un riesgo. Así que, si me lo permiten, insisto. Si ustedes protagonizaran el requiebro de abrirle la cabeza al asaltante y yo fuera su jurado popular, les haría la ola en la sala de vistas.