Estoy comenzando a renegar de mi masculinidad. Demasiado machista para las normas que corren. Cuando paseo por la calle tengo que reprender a mis ojos cuando, a veces, se quedan prendidos de un escote o el dobladillo de una minifalda. Con rapidez los someto a un interrogatorio sumarísimo para conocer el alcance enfermizo que ha comenzado a poseerme. El castigo no se hace esperar, procuro caminar los siguientes cien metros con la mirada atada a las alcantarillas, martilleándome con preguntas del tipo: ¿por qué te has fijado en esa señora?

Lo mejor que he podido encontrar para evitarlo son unas gafas de sol bastante cómodas y opacas que apenas me permiten ver más allá del metro de distancia. El problema es que tropiezo y debo levantar la patilla levemente al llegar a los bordillos. Es entonces cuando veo unos zapatos de tacón que visten pies desnudos y comienzo a ponerme nervioso porque el color negro del cristal salta a mis pensamientos y tengo que buscar un asiento donde detenerme un instante a respirar.

Definitivamente no puedo salir a la calle. Ha llegado el verano y con él la temporada de moda femenina que hace que los hombres nos convirtamos en unos machistas compulsivos que contemplan sin respeto el deambular de la población. Prefiero caminar al amparo de la noche porque la presbicia me otorga un buen disfraz con el que protegerme de mis despreciables impulsos.

Hace muy pocos días, Marisa Papen, una preciosa (perdón) modelo belga, se pintó con brochazos negros su cuerpo para apoyar a las manifestaciones contra La Manada. Al ver la foto en el periódico no pude reprimir adivinar sus pechos bajo la pintura y tuve que irme precipitadamente al lavabo a vomitar mis instintos suburbiales. «Muchas veces no entiendo a la gente, lo que hace», decía la modelo. ¡Cuánta razón! ¿Habría tenido el mismo efecto si hubiese posado con unos pantalones negros, una camiseta negra y unos zapatos negros? La provocación otorga una atención privilegiada, lo malo es que la víctima de esa provocación, sin pretenderlo, se sitúa en el objetivo de las críticas.

La sociedad ha confundido al género masculino con una gran manada de becerros corriendo por la calle estafeta de la imbecilidad. Se ha alzado una nueva inquisición dispuesta a quemar en las redes a todo aquel que ose piropear o simplemente levantar la cabeza ante unos insignificantes shorts.

Milan Kundera, en su novela La inmortalidad, retrataba acertadamente al nuevo hombre de hoy. Un ser que amordaza su instinto por temor a ser reprendido por sí mismo. En la novela, un marido no soporta que la hermana de su mujer (consciente provocadora) se siente en su regazo por miedo a excitarse ante la perspectiva de estar rozando las nalgas de su cuñada. Kundera denomina al personaje el tonto de la ambigüedad.

Definitivamente hemos desterrado a la educación. Una herramienta en desuso en un mundo cortoplacista donde la rapidez es el valor más codiciado. La educación es una corredora de fondo a la que nadie espera. Educar en el respeto a las personas, ya sean mujeres u hombres, jóvenes o mayores, debe ser una tarea ingrata cuando nadie está dispuesto a asumirla y, mientras tanto, se censura cualquier acto que insinúe, por inocente que sea, algún parecido con la actuación de una manada indeseable.

De modo que voy a quitarme las gafas opacas y voy a recibir al verano como se merece. El sol, ajeno a mis piropos, se muestra agradecido cada mañana al levantarme. Elevo mis brazos al cielo para proclamar: ¡Hombres respetuosos de todo el mundo, uníos!