El otro día rescataron de un bar a las diez de la mañana a un hombre que se había quedado dormido en los lavabos. El establecimiento había cerrado de madrugada, pero el cliente, buen cliente, no soltaba la copa, no se había enterado. Y cuando se despertó, el bar todavía seguía allí. Qué gran noche. Qué envidia. Qué clase de sueño tan bueno echaría, para no despertarse ni con el jaleo del cierre. Sueño de calidad, sueño de ese de plenitud, de cuando estás muy cansado porque has trabajado mucho y luego has salido a divertirte y te has divertido mucho.

A mí una vez me sacaron de un bar también de buena mañana pero era por aburrimiento. Me acerqué a una chica. Y para impresionarla comencé a hablarle de un episodio de la historia de España. No debía gustarle mucho la historia. Ni yo, dado que se alejó. Entonces tomé un chupito y comencé a contarme a mí mismo el episodio histórico. Lo hice con voz suave, no era plan de chillarme a mí mismo. Suave y cadenciosamente. Me entró sueño. No un sueño de calidad, sueño de ese de plenitud, más bien una modorra incontrolable, un tedio gigante, un aburrimiento que se iba expandiendo por todas mis células y poros, piel y cuerpo, cuellos, ojos, cabello y glúteos. Quedé frito. La vergüenza al día siguiente ante los operarios y dueños fue máxima, pero a ella precedió un cierto miedo. A que no me sacaran. Con tanto miedo no caí en que disponía de todo tipo de bebidas, bastante comida basura y un equipazo de música. Y un inodoro, claro. Así que podría haber sido feliz allí, sólo, todo el día, bien alimentado y oyendo música.

Normalmente sacarte de un bar es sacarte de la felicidad. Del ocio, la convivencia civilizada con los amigos alrededor de un vino o el puro canalleo noctívago. Pero a veces lo sacan a uno o a algunos por la fuerza. La fuerza que da no tener ni un duro más, por ejemplo. O la fuerza que te da para correr haber ingerido un cubata de garrafón. No hay que tener prisa por salir de los bares ni de la cama, si bien nuestra deficiente civilización no ha extendido el uso de bares con cama. Está el servicio de habitaciones del hotel, pero no es lo mismo. Comes en la cama pero estás solo, sin gente alrededor metiendo voces, hablando de Tiziano, discutiendo con el camarero, ligando, sonándose los mocos o bailando. Sin pizarras con el precio de la jibia, que hay que ver cómo está la jibia ya de precio en algunos sitios. Y sin bellos y sensuales efebos bailando descamisados con ninfas rubias diríase que valkirias aladas. El hombre que se quedó el otro día dormido en un bar tiene un reportaje, una entrevista, una anécdota, una peripecia, un algo que contar y contar hasta la saciedad a los amigos y nietos. Tal vez pueda contarlo en un bar en el que tenga bien controlada la hora de cierre.