Admitámoslo: duele. Ocurre cada vez que viene a visitarnos un amigo de alguna ciudad del interior: le hacemos los honores llevándole a comer espetos con el Mediterráneo por horizonte y acabamos haciendo alguna alusión malévola -como quien no quiere la cosa- sobre la diferencia de temperatura con su ciudad de origen, mientras la brisa marina acaricia su rostro. Nuestro huésped sonreirá entonces, encajando deportivamente el golpe pero con la firme intención de devolverlo a la primera de cambio. Un paseo por el Centro le servirá la ocasión en bandeja y a cada paso exclamará con sobreactuado pero bien justificado estupor: pero, ¿cómo habéis permitido que se construya esto aquí? Y es que hemos asumido como cotidianas actuaciones que resultan inadmisibles para el común de los mortales. Intentamos salir airosos del trance apelando a nuestra condición de sociedad madura, achacando los excesos observados a un régimen dictatorial del pasado, con la esperanza de que no descubra que aún hoy está a punto de perpetrarse un hotel de 10 plantas de altura en el interior del BIC Centro histórico de Málaga. Que no se entere de que quienes tienen la gestión urbanística en sus manos aplican la política del tipo del chiste, que se arreglaba para ir a una fiesta y, tras cortarse tres veces seguidas mientras se afeitaba, perdió los estribos y comenzó a hacerse cortes a lo loco mientras gritaba «¡pues ya no voy a la fiesta! ¡ea!». Esto es, que la presencia de algunos disparates dispersos invalida cualquier esfuerzo por preservar el conjunto restante. Lástima. Además, de materializarse el rascacielos del morro de levante, ya ni siquiera podremos atiborrar a nuestro amigo de espetos mientras mira mar adentro: los disparates urbanísticos también estarán allí.