Unos días después de Halloween desfilan como zombis las promesas electorales, otra vez los mismos discursos que hace unos meses, en realidad los mismos de siempre, pero suenan ahora desmejorados, sin energía vital ni carne, todo envoltorio y en los huesos, demacrados; caminan lentamente las palabras en campaña hacia al domingo sin la convicción de alcanzar el corazón del votante que apenas late, si acaso ruge. Y se asoman los fantasmas del pasado, expertos en corazones rotos y en romperlos del todo. A esos que les den calabazas. La última campaña queda demasiado cerca en el calendario, ya van cuatro en cuatro años, se nos pide mucho para lo poco que se hace. Es cada vez más difícil encontrar el estímulo de seguir haciendo tu papel cuando otros te quitan todo el protagonismo tras el reparto. Bien podrían remediarlo haciendo -qué sé yo- que contara el voto de antes y que sólo fueran a votar los que no lo hicieron o los que quisieran cambiarlo. Algo así habría que implementar como cojan la costumbre de tirar el dado de las urnas incansablemente hasta que salgan sus siglas arriba. Pero claro, qué siglas y quién sigue tirando, a qué vienen estas elecciones, dónde están los responsables, quién tiene la culpa y las ganas, preguntas en las que todos coinciden en su respuesta: los otros. Son los demás los que no han sido capaces de ceder o de dar, de explicar o escuchar, de entender y ayudar, son los otros los que querían repetir para mejorar y por eso les ha de salir mal. Es decir, nadie lo ha hecho bien excepto cada uno. Todos han acertado, pero ninguno haría otra vez lo mismo. Cuando la política se vuelve un forzado trabalenguas emerge el conflicto. Nadie sabe qué pasará tras el domingo, pero todo apunta a que habrá más truco que trato.