Salvador tenía 9 años. Mi padre 13. El encuentro que narraba Matías Stuber en La Opinión hace tres años ha estado bien traído esta semana a estas páginas de nuevo, ya que los supervivientes de La Desbandá -ocurrida tal día como hoy de 1937- no pueden sustraerse a eso que llaman ley de vida. Había respuestas preciosas en boca del malagueño, de Coín, Salvador Guzmán, a quien, con 89 años entonces, todavía le quedaban fuerzas de sobra para cuidar a su mujer: «Todos los días le prepara el almuerzo y ejerce de bastón por si a ella le flaquean los pies. Sus ojos azules son el interruptor de una mirada limpia que ponen en marcha un relato que corta la respiración».

Desbandá

Salvador tenía 9 años cuando aquello. Mi padre tenía 13 y caminaba con dos hermanos más chicos literalmente encima; a la otra hermana la llevaba su hermana mayor, mi tía María. Al menos durante el tramo de carretera que me contó aquel día -80 años después y por primera vez de haberlo vivido- huían de esa manera. Aún ando enredado en las páginas de Mari Pepa, la novela malagueña de Simón Pérez-Biedma que presentaremos entre las actividades del MAF (que se darán a conocer pasado mañana en el cine Albéniz, en Málaga). A través de las miradas de sus protagonistas, que cabalgan por la historia del siglo XX hasta nuestros días, he caminado por los paisajes rurales del valle del Guadalhorce, los mismos que vivió de niño Salvador antes de huir por la carretera de Almería. He vuelto a la desbandá que me contó mi padre aquella tarde extraña y única sin que pudiera evitar -como ya conté en otra ocasión- que sus azules y duros ojos de John Wayne malagueño se inundaran de lágrimas mientras lo recordaba, por fin, en voz alta.

Infierno

El Canarias y el Cervera bombardeando desde el mar. Los stukas o junkers ju 87 nazis ensayando ametralladores vuelos rasantes. Los camisas negras italianos ayudando por tierra y el terror que contaban de la guardia mora, fuese verdad o no, un relato causa tanto pavor como la realidad que más espanta. Queipo de Llano ya había dicho por la radio que tomaría café en Málaga la roja. Algunos soldados soviéticos salpicados entre el gentío que hacía parecer la huida una caravana de hormigas desde el aire, con militares del ejército de la República echando una mano cuando podían o querían y milicianos desbandados por sí mismos en muchos casos. El infierno en la ciudad del paraíso.

Inéditas

Ayer se presentó en Málaga un libro impactante en el que caben imágenes hasta ahora inéditas de la guerra entre españoles. Antoni Campañá enterró dos cajas con unos cinco mil negativos de su cámara Leica que contenían escenas cotidianas de la preguerra, la guerra y la posguerra, sobre todo de su ciudad, Barcelona. Las fotos las hizo entre 1935 y 1940. Algunas son hermosas, otras surrealistas, hipnóticas, también las hay costumbristas y simpáticas, casi románticas y alguna horrenda. Campañá, como me cuenta mi feliz intermediario malagueño, el economista y ex delegado de la Junta, lector voraz, el economista Enrique Benítez, actualmente en la Cámara de Cuentas, era catalanista, era republicano, era por lo que parece cercano a los anarquistas, pero también católico, apostólico y romano practicante. Por eso las fotos no son sectarias. Por eso y porque la realidad no es como nos la pintan, pero sí como sale en las fotos sin retocar; sí cuando esas fotos se hacen sin mirar para otro lado, aunque lo que se ve no conviene o no gusta.

Miradas

Placid García-Planas es periodista de La Vanguardia y Arnau González historiador y profesor de la Universidad de Barcelona. Ambos están detrás de la edición de este libro que contiene parte de esas imágenes enterradas dentro de dos cajas rojas en una casa de Sant Cugat y que ahora, y sólo ahora, han salido por una casualidad del destino, y una obra de rehabilitación, a la luz. Y, ¡ay!, hay malagueños en esas fotos. Malagueños que en desbandá consiguieron llegar a Almería y a los que el socorro Rojo metió en un tren camino de Barcelona. Sus rostros cansados, hambrientos, con las miradas perdidas pero clavadas como si todo diera igual en la cámara que les fotografiaba. Son imágenes que no se conocían de bisabuelos, abuelos, padres, tíos, hermanos de malagueños que aún viven y que quizá fueron esos niños a cuestas, esa niña preciosa y con la cara sucia y esa casi niña también que la sostiene en brazos. Malagueños refugiados en el estadio olímpico de Montjuic vistos desde arriba por la cámara de quien, por miedo u olvido autoimpuesto para vivir cuando la guerra terminó en la dictadura, enterró bajo su casa todo lo que vio, creyendo que sería para siempre ya que jamás se lo dijo a nadie, que se conozca o sepa.

Odio

Quienes han visto lo que es capaz de producir el odio, al rojo al azul al inmigrante al chino a la mujer al hombre al distinto al pobre al rico al otro al lejano al vecino, como Salvador y mi padre, deberían vivir eternamente para recordárnoslo... porque hoy es sábado.