Se conocieron muy jóvenes, con 19 años. Se enamoraron y empezaron una vida juntos. Un camino que los llevó a trabajar con mucho esfuerzo, a vivir en distintos lugares en sus primeros años de casados, y a construir una familia con dos hijos. Estos últimos no sólo disfrutaron de una educación en valores, mucho amor en casa y una niñez inmejorable, sino que fueron testigos de cómo ambos seguían construyendo sus vidas en pareja, en equipo, de forma positiva, cercana y constantemente disfrutando de la vida a pesar de cualquier adversidad que pudiese presentarse. Siempre juntos.

Él nos dejó hace unos 20 días. Pocas personas como él en el mundo. Siempre atento a todas las personas de su alrededor, cuidando de los demás, y dispuesto a dar lo mejor de sí hasta el último momento. Una persona inolvidable, un ser de los que te hacen pensar que la vida es buena por su mera existencia. Aún con nuestra mirada borrosa, podemos ver claramente la fortuna que ha sido vivir con él.

Ella es una persona increíblemente luminosa. Una mujer que nunca pierde la esperanza, una gran trabajadora, una actitud admirable ante la vida. Ella tiene una sonrisa interior como nadie. Está en la otra habitación, y ahora mismo no lo sabe, no lo puede ver. Pero a pesar del momento global que vivimos, volveremos a la normalidad y empezará una vida diferente. Lo distinto y lo ajeno a veces producen miedo. Sobre todo, si lo que has tenido antes era tan bueno. Pero al igual que la vida nos sitúa ante semejantes circunstancias que nos cuesta asimilar, también nos sorprende y nos regala cosas que hacen que valga la pena. La vida le regalará muchas cosas, pero ella aún no lo sabe.

Él era mi padre y ella es mi madre. Esta semana hubieran celebrado 41 años casados. Y como muchas familias, nos enfrentamos a la inesperada pérdida de una las personas más importantes para nosotros, en estas circunstancias. El duelo desde la distancia de seguridad, con mascarillas que deshumanizan nuestras expresiones faciales más emotivas, y con guantes que estigmatizan el tacto familiar. No hemos podido reunirnos con nadie, no hemos podido despedirle como se merecía. Y es que algunas enfermedades son tan crueles que no responden a ningún tipo de confinamiento.

«¿Por qué se muere la gente?» «Para hacer que la vida sea importante». Estos días vuelvo a Six Feet Under, lo más profundo que he visto en mi vida, y rescato este aplastante cliché. Todo el mundo tiene una historia que debe ser contada, que es relevante para los suyos, a veces, para la humanidad. El temor a que queden en el olvido por culpa de la inacción a la que nos hemos visto sometidos crece. Y es verdaderamente injusto para muchas familias y allegados que estas pérdidas queden en números, o simplemente difuminadas por un evento de la magnitud que tiene el que vivimos. El duelo es conseguir encontrar sentido a la muerte honrando la vida.

No tendremos funerales, velatorios o reuniones, pero es necesario reivindicar individualmente nuestras percepciones y emociones más íntimas y familiares para seguir dando forma a esa identidad colectiva, que, con suerte y responsabilidad, nos sacará de todo esto. La vida de todas estas personas que nos han dejado eran historias individuales, el sentido que muchas otras encontraban para ser relevantes, y que merecen ser recordadas de esa forma. Los que seguimos hemos vivido nuestros mejores momentos con los que han construido el mundo que tenemos, y nos han dado mayormente la felicidad que hemos conocido. Historias que contar, y que recordar. Historias que viven.

Hay algo muy extraño en vivir la desescalada de un estado de alarma sabiendo que la nueva normalidad tendremos que vivirla con importantes ausencias. Pero hay al menos un motivo, sólido y casi científico, para pensar que las cosas saldrán bien. Y es que han existido, existen y existirán personas como él que han hecho del nuestro, un mundo mejor. Y siempre vivirán, de una forma u otra, con nosotros.

Y eso es un regalo que, aunque ella aún no lo sabe, le acompañará para hacerle feliz siempre.