Más allá de la existencia gris e incierta que nos impone el guión de la pandemia, las señales con las que se intuye la vuelta a la normalidad de otras veces siguen siendo tímidas. O, al menos, esa es la sensación distorsionada en la que a muchos nos ha sumido el verano más corto y confuso de nuestras vidas. Hay mañanas en las que uno no sabe ni en qué estación vive. Si reina el sol, parece una prolongación postiza o una propina justiciera del estío interruptus que el almanaque ha dejado atrás. Y si la ventolera viene templada tirando para fría, nos sale una pataleta para proclamar una inminente llegada del invierno que, por estos lares, no es real.

De todas formas, el regreso otoñal a la rutina ha empezado -pese a todo lo que ha cambiado todo, valga la redundancia- a opositar para instalarse en nuestros estados de ánimo. Lo que algunos se empeñan en llamar 'la vieja normalidad' sigue ahí y no se esfumará por arte de magia. El otoño más genuino va ganando su espacio con cierta intermitencia. Al menos, los puestos de castañas asadas han regresado para anunciar ese momento del año en el que, como canta Tabletom con versos de Juan Miguel González, las hojas de los árboles «son rubicundas al rodar».

Han vuelto con sus cartuchos calentitos y -con las circunstancias tan adversas que caen como chuzos de punta- quienes los regentan a la intemperie pregonan una forma de lo más ingeniosa y segura para intentar ganarse la vida. La presencia de tales tenderetes, adaptados contra el Covid en algunos casos y con sus cacerolas abonadas al humo, se antoja como algo natural. Algo que no incordia como pueden hacerlo los adornos navideños desde que, de forma inexplicable, hicieron precoz acto de presencia en pleno agosto. De momento, ahí siguen apagados hasta que alguien tenga la feliz idea de empezar la pelea con Vigo y someternos un año más al obligado ritual de las castañas deslumbradas.