Sería un sueño -que es lo que es- poder meter en una habitación a Sabicas, Fosforito, La Paquera, Caracol y Mairena. Cerrar la puerta. Echar la llave. Y ponerles a C. Tangana y Rosalía. Bien alto. Tra trá. Y ecos de La Húngara. Seguidamente, contarles a los huéspedes de la sala que, que esos que acaban de escuchar, se auto reconocen como «aflamencados» en algunos de sus temas musicales. Je.

Resulta que, tal día como mañana hace ya una década, la UNESCO declaraba al flamenco como patrimonio inmaterial de la humanidad. Reconocimiento justo, necesario y pleno pues tiene en su propia naturaleza la justificación de dicha distinción.

El flamenco es oficialmente un género musical pero, en la práctica, es una corriente musical que sigue viva, fresca y con unas raíces propias que van heredando las nuevas generaciones.

En el flamenco hay de todo. Como en botica. Desde los puristas más inquebrantables. Los cerriles inmovilistas. Los progresistas que innovan y los libres. Libres como Enrique Morente. As del flamenco que hacía lo que quería y creaba a placer. Pero era flamenco. Lo conocía. Lo trabajaba y lo respetaba. Por eso podía innovar. De igual manera que lo hizo Camarón. El revolucionario. El que dijo hasta aquí hemos llegado y puso sobre la mesa ingredientes nuevos. Pero era flamenco. De los mejores. Podía ir por Tangos, Tarantos o Guajiras. Y por eso era flamenco. Y por eso podía, después, hacer lo que quisiera.

Y de eso vivimos hoy. De las herencias. De los ecos que Kiki Morente tiene en la garganta y el compás que le marca Juan Habichuela Nieto. Eso es flamenco. Y existe. Y florece y pervive. Y sigue teniendo sus resquicios. Sus escondites donde perdura y no se pudre. Lugares donde se respeta todo porque se conoce todo. Espacios de lamento y quejío pero también de modernidad y fusiones.

El flamenco está vivo. Pero no tanto como debiera pues hasta la propia palabra está siendo prostituida por las discográficas para mezclar churras con merinas, perfumando de chabacanerío y auto tune todo lo que toca.

El flamenco es mucho más y la prueba son las nuevas generaciones. Pero el flamenco es mucho menos a la vez. Y la prueba es lo perdido que está el mercado que hoy nos ofrece porquerías a precio de oro mientras lo flamenco sigue su cauce. Paralelo. Haciendo poco ruido y disfrutando. Porque por eso sigue vivo. Porque se disfruta. Pero por el camino no se está prestando atención al público. Al consumidor final. Que está en el abandono. Porque no hay horizonte que no lo marque una muchacha en chándal y un señor que parece que te va a atracar.

Eso es lo que vende hoy. Mientras la cultura reconocida y distinguida atraviesa un desierto de horas bajas y volumen flojo, en la otra acera se fomenta la nada revestida de bajeza y usando elementos nobles para sacar campañas que atraigan al público joven.

La cuestión en la que quizá deba detenerse el flamenco para su reflexión es en la de saber si va por el camino correcto. O incluso, en si tiene un camino definido. Si sabe su rumbo. Si lo tiene. Si conoce su porvenir. Pues de lo contrario se corre el riesgo de vivir en un mundo paralelo de individualidades. Un cada uno por su cuenta que solamente trae el éxito de algunos y la pérdida general de la esencia flamenca que, como siempre, acabará nutriéndose de las propias raíces de su gente. Pero cada vez más de puertas hacia adentro.

Seguirá el flamenco en Jerez o en Granada. Pero seguramente nazca sin nadie a la vista. O cuando marchen los turistas. Y tras él vendrá el Flamenco Boutique. El que se consume y disfruta en teatros o enclaves de ensueño. Espectáculos extraordinarios que seguirán conquistando al público.

¿Pero después quién viene? ¿Dónde están los de la siguiente hornada? ¿Dónde está la resistencia del flamenco? Quizá sucede que no la vemos porque no se quiere dejar ver. Porque se esconde tras una amalgama de miedos, complejos o simplemente por desidia. Pero la realidad es que nos come terreno por minutos la porquería. Y la realidad es que a todo el mundo le gusta comer caliente. Y de un día para otro te encuentras con cualquiera con la voz tuneada, unas pintas de merdellón importante y soltando por la boca -ordenador mediante-, cuatro cosas a las que les meten compases flamencos.

Eso no es innovar. Eso no es Camarón metiendo instrumentos orientales en el flamenco. Eso no es Morente con Lagartija Nick. Eso no es Lole y Manuel cantando que todo es de color. Es una mentira impostada que realmente está haciendo mucho daño al flamenco.

Pero no nos engañemos: Jamás será la culpa del que mete a Rosalía hasta en la sopa. La culpa y responsabilidad de que la cosa no fluya es del propio flamenco.

Antes el debate era sobre la pureza. Ahora no hay debate. Si acaso se plantea su existencia real salvo los cuatro reductos que la sustentan.

Más bienales de verdad. Menos financiación pública y más hacer lo que te dé la gana. Que el flamenco no se quede en un recurso turístico para ganar dinero. Que mezclar con Jazz ya está hecho. Pero que un tío joven cante por derecho unos Tanguillos todavía está por ver. Que hay que defenderlo por lo que vale. Por lo que supone y porque son nuestras raíces.

Hay que disfrutar de todo. Tener amplitud de miras y los ojos bien abiertos para enriquecerse de cualquier cosa. Pero por el camino se nos está muriendo a chorros el flamenco. Porque suena menos de lo que debe. Y porque merece un respeto que nosotros mismos no le damos. Salvo que quieras que el flamenco te lo salve el Niño de Elche. Que se ve que ahora es el que sabe.

No preguntes por saber que el tiempo te lo dirá que no hay cosa más bonita que saber sin preguntar.

Viva Málaga.