TRIBUNA
A vueltas con los grandes libros
El pasado viernes vino a Palma a dar una conferencia sobre los jóvenes y la adolescencia el profesor José María Torralba y el sábado quedé con él para charlar y pasear un rato. Palma es un lugar agradecido, incluso bajo la lluvia: una ciudad de conventos e iglesias, de patios y evocaciones literarias, y no tan grande como para que se vuelva inhumana. El profesor Torralba, catedrático de Filosofía Moral y Política, ha escrito el mejor ensayo que conozco en español sobre la importancia educativa de los grandes libros (‘Pensativos’, de Zena Hitz, sería el mejor en el ámbito anglosajón). Torralba y Hitz se han empeñado en reivindicar la lectura como el antídoto más eficaz en la actual crisis educativa, si es que nos tomamos en serio la escuela (y creo que la mayoría queremos hacerlo). Decía el rey Francisco I que los franceses de su época nacían imbuidos en sueños de grandeza; y el buen lector nace y crece en condiciones similares: habita mundos distintos, llenos de peligros, hazañas y milagros; mundos a veces peores –y otras mejores–, pero siempre dotados de sentido. La lectura, dicen los sociólogos, cimienta el éxito escolar porque ayuda a enriquecer el vocabulario y mejora nuestra comprensión lingüística. No me cabe duda. Pero ahí nos quedamos sólo en las capas más superficiales. Los grandes libros pueden hacer mucho más por nosotros.
Para empezar, ensanchan nuestra imaginación moral; y no conozco mejor vacuna contra el nihilismo que los cuentos de hadas y las novelas de aventuras que leímos en nuestra infancia o juventud. Los buenos libros, rumiados lentamente, nos enseñan a formular preguntas, a enmarcar perplejidades y a ensayar respuestas. O, dicho de otro modo, introducen matices en la inteligencia que nos permiten huir de la banalidad y del maniqueísmo: ese mundo en blanco y negro, dividido entre buenos (muy buenos) y malos (muy malos). Es muy hermoso lo que dice Erik Varden sobre nuestro tiempo y sobre la crisis del lenguaje y de la imaginación que padecemos: «Creo que la superficialidad existencial, el empobrecimiento conceptual y la pérdida de la palabra constituyen un riesgo para la salud pública. Vivimos a una gran profundidad, experimentamos y sentimos a un nivel profundo: el hombre es así. Pero cada vez menos personas cuentan con el vocabulario necesario para nombrar los abismos que, por el mero hecho de vivir, tocamos. Por ello, somos vulnerables a las ofertas de etiquetas simplificadoras, incluso de reetiquetado. Para vivir –para sobrevivir– hay que alcanzar una cierta hondura de conciencia a fin de encontrarnos con nosotros mismos y con los demás, a fin de dar sentido a la alegría y al dolor».
Los grandes libros nos regalan esta riqueza conceptual y lo consiguen del modo más democrático imaginable: a través del poder de la narración. El filósofo norteamericano Richard Rorty nos enseñó que las novelas han hecho más por la vida buena que la filosofía, en la medida en que los relatos ensanchan el marco de la vida virtuosa.
Paseaba, pues, por Palma bajo la lluvia con el profesor Torralba y hablábamos de estas cosas: de los libros y de la vida, de la imaginación moral y de la esperanza, de la educación y del cambio… Ambos pensamos que los grandes libros deberían conformar la columna vertebral de cualquier pedagogía digna de su nombre.
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