EL RUIDO Y LA FURIA

Yocasta

Nadie ha creído nunca tanto en Ana Obregón como Ana Obregón. Por eso no ve nada malo en lo que ha hecho, en lo que está haciendo

Ana Obregón.

Ana Obregón. / EFE

Juan Gaitán

Juan Gaitán

Les juro que no quería. Yo me había sentado en un sitio distinto, lejos de mi habitual paisaje de objetos y libros que he ido acumulando para que me acompañen los silencios, las divagaciones y los vacíos, a fin de escribir de otra cosa, de cualquier otra cosa (acaso del mirlo que anda por ahí, encelado, ahíto de primavera, saltando de rama en rama llamando a la hembra), pero no se me iba de la cabeza el título de la columna. Mi maestro Manuel Alcántara, de cuya muerte en estos días se cumplirán cuatro años (todavía algunas tardes, cuando el sol dimite, cansado, y el viento se echa un rato, cansado también, me sorprendo a mí mismo pensando en llamarlo para irnos a cenar, o solo para escucharle la voz y la sabiduría y la generosidad) siempre me decía que cuando tienes el título ya tienes la columna, y yo tenía el título, pero les aseguro que no quería. Pero la intuición es la intuición, y también, he de confesar (la columna es un modo laico de confesionario), no podía resistirme (nunca he podido) a la referencia clásica. Así que al final el cuerpo y la costumbre me han llevado a la senda de Yocasta.

En muchas ocasiones he dicho que todas las historias ya las escribieron los griegos. También esta, la de la mujer que es a la vez madre y abuela. Yo nunca había imaginado a Ana Obregón en uno de los papeles principales de una tragedia de Sófocles, pero aquí está, para pasmo del mundo, desafiando todas las leyes de la lógica. Madre y abuela, como Yocasta.

Nadie ha creído nunca tanto en Ana Obregón como Ana Obregón. Por eso no ve nada malo en lo que ha hecho, en lo que está haciendo. No encuentra ningún reparo ético o moral en esto de traer al mundo a un ser humano con el único objeto de satisfacer los últimos deseos de su difunto hijo y de paso asegurarse una vejez acompañada. En esa decisión y en cómo la justifica la que queda al margen, en un lateral, es la recién nacida. De su madre biológica (de alguien habrá de ser el óvulo fecundado, digo yo) ya ni hablamos, esa mujer ha quedado en el último extremo de la última galaxia, era objeto de un solo uso, producto sin marca. Y la conclusión final es que todo se puede comprar con dinero: un óvulo, un vientre, una hija/nieta.

En la vieja tragedia, la primera (cronológicamente) del ciclo tebano de Sófocles, las cosas acaban nada más que regular. Yocasta se suicida ahorcándose y Edipo se arranca los ojos. Todas las historias ya han sido contadas, pero seguimos sin aprender nada de ellas por más que nos las cuenten.