EL PASEANTE

Sed

José Luis González Vera

José Luis González Vera

Hay versos inscritos en el patrimonio cultural bajo la luz de una interpretación sesgada o, cuando menos, unívoca, de su sentido. Pocas lectoras (son inmensa mayoría y por ello me permito el femenino) se percatan del sentido erótico de aquel, en apariencia, ingenuo «Romance del prisionero», ese de «era por mayo, era por mayo», en el que un ballestero mató a la calandria que daba compañía al pobre encarcelado. No creo que tenga que explicar con qué clase de proyectil perforó a la pájara, ni por qué apertura le entró la flecha, para cabreo lírico del pretendiente lloroso que versificó aquel episodio. No son rimas inocentes por primaverales. Siempre leí una buena dosis de reproche, incluso un cierto «si lo sé, no veas la que te hubiera dado aquel 14 de abril republicano», en el poema que Alberti dedicó a Dámaso Alonso, «...verme quisieras, como hace tiempo, tú a mí», interpretado en los manuales literarios, como el elogio de una amistad interrumpida por el transcurso de los años, pero que, en el sentir de Alberti, no propiciaron una buena venganza, añadiría yo. Fue el egregio y, por mí respetado, maestro de filólogos, Don Manuel Alvar López, quien dejó las bases establecidas para la identificación entre Málaga y la «Ciudad del paraíso» a la que cantó Vicente Aleixandre con la memoria surfeando por esos días marinos que transcurrieron entre playa, noche descalza y monte. Un sintagma con tan buena estrella que llena y ha llenado la boca de cuanto cargo municipal y voceros menesterosos de despacho público adulan a esa Málaga que, en realidad, ni existió ni se la espera. Andará o volará por el paraíso, como el mismo Aleixandre nos explicó en sus últimos versos: «Allí el cielo eras tú, ciudad que en él morabas». En efecto, calles idílicas, gloria y vergel para quienes en su edén habiten, esto es, quienes llegan a estos hoteles, los que arriban a puerto navegando dentro del hotel y quienes obtienen buenos beneficios por habilitar un infierno de apartamentos turísticos para su vecindario.

Ahora padecemos sed en este paraíso. Los artículos sobre las sequías en Málaga conforman un subgénero ensayístico. Otra vez más, decíamos ayer, hace veinticinco años, las restricciones de agua han venido y nadie sabe cómo ha sido, así en juego machadiano; sobre todo, nuestros ediles amnésicos. Cualquier proyecto que pretenda ampliar la población y los límites urbanos agravará este problema del imprescindible suministro hídrico, cada cierto tiempo deficitario. Cuando Nueva York fue soñada como la gran urbe que es ahora, es decir, a principios del siglo XX, las autoridades acometieron unas obras de proporciones gigantescas como para asegurar el abastecimiento desde las Cataratas del Niágara, con un caudal y un sabor que señalan como un pedante a todo aquel que pida agua embotellada en cualquier establecimiento hotelero por muchas estrellas o tenedores que exhiba. El Marqués de Larios pretendió un tren que trajera el carbón hasta los altos hornos de Málaga para que la calidad del hierro en ellos producido compitiese con las herrerías del norte y levante. No lo consiguió y, así, una de las primeras áreas ndustriales españolas se convirtió en merdellona y menesterosa. Estas sequías son tan dañinas como el modelo de esta ciudad que crece muy por detrás de sus infraestructuras. En breve, el ayuntamiento aconsejará introducir botellas vacías en las cisternas, permitir que se agosten los jardines en este diciembre, o que sustituyamos los baños por toallitas húmedas y bidé. Don Francisco de la Torre ya nos detalló a los autóctonos lo rápido que él era en la ducha como solución frente a esta sequedad que regresa, en rima con municipal torpeza. Fueron certeros aquellos versos del malagueño Pedro Luis de Gálvez cuando avisaba de que estos burgueses gobernantes «no tienen sed de agua, ni hambre de pan, tienen hambre de oro y sed de champán». Y pocas interpretaciones admiten estos hemistiquios tan proféticos y de maldición bíblica.