725 PALABRAS

Pitos y flautas

Juan Antonio Martín

Juan Antonio Martín

Todos los idiomas tienen sus particulares expresiones verbales que definen situaciones precisas que se trasmiten de generación en generación a modo de herencia eminentemente tácita. Una leve mirada al devenir histórico demuestra que hay pensamientos y mensajes transmitidos de manera tan eficiente que por su propia eficiencia obvian el cómo, el cuándo, el por qué y el para qué de las expresiones a las que me estoy refiriendo.

Por ejemplo, los pitos y las flautas desde tiempo inmemorial vienen siendo hermanos de sangre en nuestro lenguaje cotidiano. Entre pitos y flautas, todos los humanos nos hemos complicado alguna vez la existencia hasta el punto de perder un amigo, un vuelo o el tiempo que es oro y, con él, hasta la oportunidad de ser investidos presidentes de alguna comunidad de propietarios, de alguna peña de amigos y, los malabaristas más exóticos, hasta de algún partido político o de algún gobierno de todos cuantos existen en el vasto universo escalonado de la política patria moderna.

Tengo un amigo músico que es un privilegiado, porque vive muy bien. Lamentablemente vivir bien no es cosa generalizada en el universo de los músicos. Vivir muy bien y comer de la música, como es el caso, es cosa de magia, en opinión de Josema, que así se llama mi amigo. Lo suyo, su calidad y cualidad de suertudo, según él, obedece a que él nació con el pito puesto. Sobra cualquier explicación respecto del pito al que se refiere, pero incluso así, siendo un exacerbado tiquismiquis en grado sumo como él es, demasiadas veces reniega de su pito. Nótese que su carácter rotundamente exclusivista lo lleva a aclarar que en lugar de con su pito habría preferido nacer con una flauta travesera, para marcar las diferencias entre él y nosotros, sus minúsculos congéneres terráqueos, a los que adora con el único propósito estratégico de que todos lo adoremos. Todo un personaje mi amigo.

–No es lo mismo un pito que una flauta, Juan Antonio. Los pitos son para los colegiados deportivos desalmados de alma y de partitura, las flautas para los músicos almados con ellas, como yo –me repite obsesivamente, procurando siempre mirificar su agudeza.

Josema es un amable gallego con gesto socarrón, como el de todos los amables socarrones nacidos y criados en Galicia, o sea, chispa más o chispa menos, un amable gallego muy parecido al presidente Feijóo, pero con una estatura, la física, idéntica a la del presidente Sánchez.

Últimamente, cuando con ánimo de chinchorrearle le recuerdo la coincidencia casual de articular sus maneras con el mismo gesto y las mismas herramientas y tics pleistocénicos que el presidente Feijóo de los estos últimos tiempos, aderezadas además con su estatura física, que, repito, es gemela de la del presidente Sánchez, el hombre, incomprensiblemente, se siente incómodo. Y cuando ello ocurre Josema muda su rictus de socarrón profesional al de socarrón feroz del pleistoceno y proyecta su ferocidad contra mí, sin reparar en que cuando su ferocidad es pretendidamente encubierta le arrebata toda la razón, especialmente la razón duradera, y, al mismo tiempo, lo convierte en un sobreactuado músico mitinero de barra de bar de cualquiera de los maravillosos pueblos gallegos en sus periodos de feria.

En la vida, incluida la vida política, por pitos o por flautas demasiadas veces erramos el tiro a la diana de nuestras mejores intenciones, esencialmente debido a que el apresurado paso legionario de la vida no nos instruye en el saber esperar, lo que conlleva que, por lo general, cuando intentamos actuar en ese sentido ya es demasiado tarde.

En la vida moderna, entre pitos y flautas, demasiadas veces es demasiado tarde y demasiadas veces terminamos siendo víctima de nuestra propia estela estólida, que la mayoría de las veces ya es una estela carente del cuerpo primigenio que la generó. Es decir, demasiadas veces, para cuando nos damos cuenta ya solo somos humo de estela, lo que nos sitúa de lleno en el tremendo error del que, en mi opinión, por simple ilación se desprende que puede que Mark Twain tuviera toda la razón cuando nos legó aquello de que «la vida sería infinitamente más alegre si naciéramos con ochenta años y nos acercáramos gradualmente a los dieciocho». Ojalá pudiera ser así, porque, con toda seguridad afirmo que la vida en la que se alojan los pitos y las flautas sería otra cosa.

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