725 PALABRAS

Jefe, póngame otra

Brindis sobre una mesa navideña.

Brindis sobre una mesa navideña. / ARCHIVO

Juan Antonio Martín

Juan Antonio Martín

La parte final de cada año es el cincuenta por ciento de la bisagra que cierra su ciclo y abre el ciclo del nuevo año, una especie de pliegue intersticial regido por las leyes del universo que metafóricamente mantiene primorosamente encuadernados los años por vía natural. El pliegue intersticial al que me refiero es donde se citan los elfos y Santa con los Reyes Magos; los elfos y Santa comparecen para redactar con precisión el epítome de lo acontecido, y los Magos, este año venidos de un Oriente estropeado por el maltrato de los que pugnan por demostrar quién la tiene más grande, para ejercer de carteros y cumplir, o no, con las cartas de deseos y los proyectos esperanzados del respetable.

Las 00.00 horas del primer día de cada año es el trascendental nanosegundo en el que las viejas promesas expiran, unas por inanición y otras envenenadas por la realidad, y las nuevas promesas saltan al charco del futuro, la mayoría de ellas sin chaleco de sustentación y sin saber nadar, so falso y engañoso pretexto de saber hacerlo como el mismísimo Michael Phelps, sin lugar a dudas el mejor nadador de todos los tiempos.

El tiempo, como referencia fiel del pasado, el presente y el futuro, demasiadas veces, si no siempre, es un mero trámite mecanizado por la prisa, que la mayoría de los sapiens más sapiens del universo ilusamente pretendemos controlar.

–Paco, ¿Qué haces tú perdido al sol de estos andurriales? –era un macilento terráqueo dirigiéndose a otro que miraba fijamente al cielo del agosto trianero de Sevilla, por si llovía, guarecerse.

–Pues nada Joaquín, aquí me hallo, trianeando con la fresquita mientras mato el tiempo esperando a que llueva, para guarecerme.

Ni en los tumultuosos tiempos que huyen de pandemias, de desarreglos inaceptablemente oportunistas en las máximas instancias de la jurisprudencia, de masacres guerreras, del hartazgo universal de la política, del desempleo, de los bolsillos vacíos, de las soledades... es posible matar el tiempo, sino más bien todo lo contrario: son las horas las que, cuando toca, nos ven morir poco a poco o mucho a mucho.

Llegados a uno de los límites homologados del tiempo, como es el cierre de un año, es decir, tal cual ocurrirá hoy cuando la jornada muera, es fácil que sintamos la tentación de filosofar con recurrencia y que hasta lleguemos a deducir que el tiempo, visto en corto, no es cosa distinta de la materia prima de la que está hecha la existencia en pasado, presente y futuro, que son las tres dimensiones formales durante las que se verifica su identidad. Por mucho que pretendamos dar luz a determinados adjetivos, léase, por ejemplo, coetáneo o etario para afinar nuestros devaneos con los filosofemas, no hay dos tiempos iguales, es decir, el tiempo es una realidad tan suya que nos bendice o nos maldice a cada cual con una expresión temporal distinta.

Valga, si no, la explicación de Benedetti, rápido, certero y escueto allende los haya habido, cuando nos habló del tiempo a su manera:

–Cinco minutos bastan para soñar toda una vida, así de relativo es el tiempo –dijo don Mario y se quedó tan tranquilo.

Cada treinta y uno de diciembre, que para la numerología hermenéutica suma cuatro, en su último tramo tiene un gálibo de entrada al siguiente día por el que solo cabemos aquellos a los que el tiempo sigue dándole pábulo a nuestra edad. Y con nosotros, en popa cerrada, traspasan el umbral del gálibo los vientos del pesar por las pérdidas antiguas y recientes, los vientos del miedo a lo desconocido que nos explicó Freud, los vientos de la ilusión de ver venir de cara alguna intención bondadosa, los vientos de la realidad de que el único tiempo que existe para cada cual es nuestro ahora, que simple y llanamente es la milmillonésima parte de un instante.

En pos de atravesar el gálibo para alcanzar el año nuevo, la navegación de empopada es una navegación incómoda, en mi opinión la más difícil por el permanente riesgo de trasluchada de la nave, la nave de la vida en este caso, que navegando a popa redonda se vuelve imprevisible.

Por si la promesa de algunas corrientes que defienden las sucesivas vidas después de la muerte fuera un hecho infalible voy a brindar con Él, con el Jefe.

¡Salud, Jefe, póngame otra!