EL PASEANTE

Un lobo para el pobre

Los derechos son derechos nos gusten o no, y ese bloqueo desvelaba el enfado que acumulan los trabajadores del campo. Un conflicto con solución imposible

Los tractores, por la calle Pacífico

Los tractores, por la calle Pacífico / La Opinión

José Luis González Vera

José Luis González Vera

Que el hombre es un lobo para el hombre, me lo demostraron dos mujeres de mucho más de setenta años cuando, en un pueblo de la Serranía de Ronda, sincronizadas ambas con hechuras de comando militar, me golpearon las costillas en estéreo, con sus codos, apenas me acerqué al mostrador donde los organizadores de la verbena anunciaban una copa de vino gratis. Yo cultivaba, y en ello continúo, unos cien kilos de peso más que ambas y soy un metro más alto que la medida de una sobre los hombros de la otra; aún así, gracias a una estrategia de guerrilla que, estoy seguro, ni siquiera necesitaron hablar entre ellas, llegaron por delante de mí al altar verbenero donde servían aquel caldo dudoso. Una actitud quijotesca, si lo considero. Ante ellas se alzaba el gigante que podía impedirles ese objetivo de regresar a casa, o a la residencia, sin haber gastado un céntimo, por más que aquel bebedizo albergara un mucho de quimera y una leve actitud y color de tinto manifiestamente muy mejorable. Decidí que el resto de la mañana, me ampararía bajo mi natural aristocrático y mis Bacardí-Cola pagados en una barra pacífica donde se intercambiaban mercancías por billetes, con ambiente ajeno, aunque contiguo, al de aquel combinado de gratuidad y señoras mayores impulsadas por un Rocinante interior de ofertas. Recuerdo que, entre giros y volteos de pasodoble, y nunca antes del tercer o cuarto cubata, modifiqué aquella frase tan severa de Terencio y concluí que el pobre siempre será un lobo para el pobre. Cosas de la necesidad ya sea verificable o tan imaginaria como esa condición de vino que aquellas damas creían que estaban disfrutando, al tiempo que campaneaban sus caderas, de compás a varios compases después. Celebraban una de esas victorias populares idéntica, verbigracia, a la de conseguir que el carrito del súper llegue el primero a la caja cuya apertura anuncia el altavoz para evitar una guerra civil entre clientes que ya bufan, auto-convencidos de que su fila nunca se mueve por culpa de los demás.

El martes pasado, tuve que ir corriendo para sustituir a mi hija en el colapso de tráfico que se formó en el Paseo de los Curas a causa del cruce de tractores en la vía pública, a la altura de Alameda de Colón. Mi hija acudió a pie a la cita médica que tenía programada. Nada grave y sólo una anécdota por la hora que me costó llegar hasta un aparcamiento. Podría haber enviado al lacayo para un menester tan trivial, pero soy así de respetuoso con el servicio y, además, preferí que se ocupase, junto con el conjunto de asistentes, en la limpieza de la piscina de invierno y en el cepillado de los caballos de monta y cría. En efecto, contemplé conductores que reflejaban ese gesto compungido de quien tiene que buscarse la vida mediante una agenda y una clientela a la que está dejando plantada, tan semejante al rictus de amargura del que siente un apretón en los intestinos que, en esos mismos minutos de secuestro con permiso de la autoridad, se habían habituado a realizar una descarga en el retrete de la oficina, tras el café y el primer cigarrito de la mañana. Los derechos son derechos nos gusten o no, y ese bloqueo desvelaba el enfado que acumulan los trabajadores del campo. Un conflicto con solución imposible. Sobre la mesa de negociación, si es que la hay, no sólo se plantean cuestiones tan razonables como que los productos que lleguen a la UE cumplan las mismas exigencias fito-sanitarias que los frutos autóctonos, sino que esta colisión se entabla entre concepciones opuestas de la producción rural, el mercado, el consumo y la ecología. Es incompatible un proteccionismo a la francesa con el desarrollo social de áreas donde el hambre genera emigración hacia nuestras orillas, tal como son antagónicas la defensa de la actividad agropecuaria, concebida como exclusivo imperio humano, y la conservación de una naturaleza considerada exterminable. Movilizaciones legítimas, de esas que fastidian a quienes no se dan un garbeo en el yate para despejarse de tanta ordinariez ambiente.

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