725 PALABRAS

Una mesa sola

Su nombre ya advertía de su singularidad: Chez nous, a notre façon

Un café

Un café / L.O.

Juan Antonio Martín

Juan Antonio Martín

Era todo a la vez, aunque nunca llegué a saber si para la oficialidad el local aquel era un bar de copas para gente de bien, un garito para gente de mal, un bar de citas o directamente un puticlub con horario ampliado sine die. Para la oficialidad no, pero para el respetable aquel local era el totum revolutum de la realidad social de Pigalle en estado puro. La verdad es que su nombre ya advertía de su singularidad. Con los años, supe que históricamente cambió de propiedad varias veces a lo largo del pasado siglo, pero siempre conservó su enigmático nombre.

El lugar desde recién iniciado el siglo XX se llamó siempre Chez nous, a notre façon. Tal cual, con una coma entre sus dos mensajes para convertirlos en solo uno, pero robusto hasta el punto de, en cierto modo, asemejarse a una instrucción militar. Chez nous, a notre façon sentó sus reales en el París canaille de Pigalle y hasta su cierre definitivo solo mantuvo sus puertas excepcionalmente cerradas cuando París fue ocupado por la fuerza de las armas de unos alemanes que, para sus males, no hablaban francés, ni bailaban la java, que era como la valse musette, pero mucho más carnal. Para la propiedad del local, honrar su nombre no era posible en tiempos de guerra, por eso se negó a abrir sus puertas hasta que los alemanes volvieron a casa, sin hablar francés, por cierto.

Al local no le faltaba nada, ni el polvo, el de sus muebles, claro, que de los otros nunca fue huérfano.

Luces mortecinas de candiles y candelabros clásicos, baños del más puro rococó francés de siglo XVIII, terciopelo rojo en sus suntuosas sillas, sillones y sofás; paredes tapizadas con imágenes de jardines floridos y silencio sepulcralmente adaptado al bisbiseo eran la constante a todas horas, pero especialmente a las más postreras de cada día en las que de pie, sentados o en cuclillas frente a las mesas del rincón, diariamente se completaban todos los espacios del local, menos el correspondiente a una mesa que, contaba el personal de servicio, que nadie, nunca, la había visto ocupada por expreso deseo del patron. Le patron era la viva representación del todopoderoso del universo, que sorpresivamente en su caso era un individuo de aspecto místico, caquéctico y longilíneo, como las figuras de El Greco que, cuando se le preguntaba por su nombre, con marcado acento del sur, recurrentemente respondía igual:

–Llámeme patrón y si necesita de mí, mi despacho está al fondo del pasillo.

Aquella mesa más que vacía, por su ubicación en la sala y sus contraluces, era una mesa sola de clientes y sin ningún acompañamiento de sus iguales que la rodeaban, pero manteniendo las distancias. En una ocasión le pregunté al patrón qué explicación tenía la rareza de mantener la mejor mesa vacía y el hombre mirándome con suficiencia se limitó a explicarme literalmente que la citada mesa era el alma del local y que no siempre se encontraba vacía aunque sí lo pareciera.

–Mire con algo más que solo con los ojos y observará que la mesa no está sola ––me dijo.

Al oír su explicación comprendí el porqué de que los clientes cotidianos del lugar, que eran multitud, al llegar se aproximaran a la mesa para saludar a su ocupante y al salir hicieran lo mismo para despedirse.

Quizá lo que subyacía en la realidad de aquella mesa sola era que la soledad, la verdadera soledad, no es un asunto que venga dado por una falta de compañía, sino que viene dado por el estado anímico de los solitarios patológicos. En este sentido, Sartre, a base de cafés y cartones y cartones de Gauloises, nos legó al mundo un pensamiento que bien pudiera aclarar lo que acabo de expresar: «El que estando en soledad se siente solo es que está en mala compañía», dijo el existencialista.

Por cierto, Sartre, amante de las tertulias de café donde los haya habido, también pasó por Chez nous, a notre façon, pero no para tertuliar, evidentemente. Por varias vías me contaron que las suyas fueron estancias fugaces. Por un lado, bastante tenía el hombre con su empeño de descubrir la orilla izquierda del Sena al mundo. Y, por otro, que Le Café de Flore y Les Deux Magots le pillaban a tiro de piedra de La Sorbonne.