Parece una tontería

Una fábrica de desilusiones

Juan Tallón

Juan Tallón

En las crisis, es decir, en casi todos los días de la vida, el presente acaba convirtiéndose en un lugar infecto. Es una etapa insoportable a la que te parece que has ido a dar después de una espiral de bajezas, tras las cuales solo te sale decir: «Era visto». Antes o después, el presente siempre defrauda. No es que sea culpa tuya, cuidado; solo faltaría. En todo caso, es culpa de los otros, que lo echaron todo a perder. Bastante haces tú que te mantienes a flote.

A menudo, la consecuencia del presente que te ha tocado vivir es que te da por alabar los viejos tiempos… esos sí que eran buenos tiempos. Rodeado de miedos, pérdidas, frustraciones, mediocridades, eliges la nostalgia. De pronto, cuanto recuerdas de tu vieja vida te resulta maravilloso. La memoria, y un poco el olvido, lo romantiza todo. Es otra modalidad de desgracia.

Hace unas semanas, me fui con dos amigos a un lugar muy frío, y al subirnos al coche de alquiler advertimos que no se veía nada. El parabrisas estaba congelado. Salí a raspar el cristal. Fue fascinante descubrir que el hielo no estaba por fuera, sino por dentro. Me salió decir que me gustaban más los coches de antes, no importa si mucho peores, como cuando en los ochenta Raymond Carver dedicó aquel poema a su destartalado automóvil, del que contaba que no tenía calefacción, ni rueda de repuesto, ni frenos, ni luces delanteras, ni asiento trasero. Era el coche en el que habían vomitado los niños, en el que había vomitado él, en el que se escapó de restaurantes sin pagar, con el que atropelló a un perro y no se detuvo, el que pasó de mano en mano, el que no tenía documentación, el que tenía un agujero en el silenciador, el que no tenía silenciador. «Era el coche de mis sueños. Mi coche», decía.

El viejo mundo, las viejas costumbres, los viejos defectos, los viejos placeres, los viejos progresos, las viejas tonterías, los viejos amigos, nos parecen ahora el no va más; y el presente, una basura inaceptable, impropia de gente con nuestro pasado esplendoroso. Relacionarse con él genera fricciones, da igual en qué momento de la historia nos situemos. Rafael Maldonado compartía hace unos días una carta de Flaubert en la que el autor francés, a la altura de 1871, escribía: «¡En qué mundo vamos a entrar! ¡Paganismo, Cristianismo, Chabacanismo! Esas son las tres grandes evoluciones de la humanidad. Es triste hallarse al principio de la tercera».

El presente es en todos los tiempos una máquina de fabricar desilusiones. Quién no podría imaginar a un señor de la Edad de Hierro, fagocitado ante lo que se les venía encima, añorando la Edad de Piedra. Y así siempre. Cuando empezó a introducirse la electricidad en los hogares, se escribieron cartas a los periódicos protestando porque iba a destruir la convivencia familiar, porque ya no habría motivos para reunirse alrededor del fuego. Hubo incluso un psicólogo célebre que se alarmaba por el hecho de que, con la luz, la gente joven dejaría de sentir la conexión con el crepúsculo y los momentos contemplativos que provocaba. Siempre el pobre presente.

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