Hoja de calendario

La reconstrucción del Estado

Antonio Papell

Antonio Papell

El asesinato de dos guardias civiles por narcotraficantes que embistieron la Zodiac del instituto armado con una lancha de gran potencia el pasado día 9 en Barbate ha plasmado con macabro realismo una deficiencia que pocos querrían reconocer: el Estado no está suficientemente dotado cuando tiene que defenderse de sus enemigos. La mirada de muchos se ha vuelto hacia el ministro del Interior en demanda de explicaciones, pero Marlaska ha desempeñado un papel muy secundario en el drama: era y es todavía un actor relevante que gestiona unos recursos limitados cuya dimensión ha sido fijada en última instancia por la opinión pública, por la soberanía nacional. Nuestro Estado es en principio lo que es porque así lo dibujaron los constituyentes, lo votaron los españoles y no perfilaron los sucesivos equipos de poder que han estado a su frente desde los años 70 del pasado siglo. Pero en cuanto a su tamaño, tenemos de reconocer que nos hemos quedado cortos, que ese estado de que nos hemos dotado no tiene potencia suficiente para consolidar nuestros derechos, para defender nuestros intereses, para luchar contra sus enemigos y para garantizar un equilibrio social satisfactorio.

Como ha escrito con certera pluma Antonio Muñoz Molina, «el Estado, estos días, en España, son unos guardias civiles asesinados en una especie de chalupa lamentable, embestidos por una narcolancha mucho más poderosa, sometidos a la burla de los delincuentes y de la chusma que los jalea como héroes. El Estado es que, una semana después, las cinco embarcaciones del Servicio Marítimo de la Guardia Civil sigan averiadas e inservibles, sin esperanza de arreglo inmediato. Un guardia que prefiere callar su nombre afirma: ‘Tenemos tres mecánicos para el mantenimiento, pero las grandes reparaciones las hace una empresa de la calle y necesitan un presupuesto aprobado por Madrid. La burocracia es muy lenta’. Es la voz inmemorial, el fatalismo quejumbroso de la Administración española, la triste impotencia del Estado».

También estos días pasados ha salido de nuevo a la luz otro horrendo suceso que viene de más lejos y que todavía nos agobia y atormenta: en los primeros meses de 2020, cuando nos atacó el virus de la Covid-19, más de 7.000 ancianos fallecieron en las residencias madrileñas sin haber sido trasladados a los hospitales de la región porque así lo decidió la autoridad sanitaria tras comprobar que las instalaciones sanitarias estaban colapsadas. Hay quien piensa que aquella prohibición fue una intolerable condena a muerte de los mayores en beneficio de los más jóvenes, pero aunque el hecho es innegable, resulta también evidente que tiene distintas aristas, y una de ellas, la principal, es que nuestro sistema asistencial público no era lo bastante sólido para recibir sin quebrarse aquella presión exorbitante de una gran pandemia que nadie había podido prever.

El arco parlamentario que ha gobernado los países occidentales tras la Segunda Guerra Mundial ha oscilado entre las opciones que proponían un Estado potente, capaz de garantizar a los ciudadanos la seguridad y el disfrute de los derechos esenciales, y las que, por el contrario, preferían un Estado mínimo con el argumento de que la mano invisible de Adam Smith ya se ocuparía de asignar cabalmente los recursos disponibles. La socialdemocracia de posguerra trató de encontrar el punto medio en ese pleito y en el congreso de Bad Godesberg de 1959, los socialdemócratas alemanes lanzaron la proclama mágica que todavía abraza el socialismo contemporáneo: «mercado, hasta donde sea posible; Estado, hasta donde sea necesario».

Ante sucesos como los descritos más arriba, la ciudadanía debería reflexionar a fondo para decidir qué modelo desea construir. Nuestro sistema sanitario público está cargado de imperfecciones, que salieron plenamente de la luz al desencadenarse la pandemia. Nuestro débil sistema educativo público está sin duda en el origen de la baja empleabilidad de nuestra fuerza laboral, que padece un desempleo crónico superior a los promedios europeos. Y así podríamos seguir anotando carencias y suficiencias. De hecho, este es el debate político que deberíamos exigir los ciudadanos a unos partidos que, en buena medida, se niegan a entrar a fondo en estas cuestiones vitales de las que depende la construcción, o la reconstrucción, del Estado.

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