Notas sobre cine

No, el cine LGTBI no es otro género

Con el estreno este fin de semana de su Desconocidos, Andrew Haigh vuelve a plasmar la derrota del amor, homosexual, frente al paso del tiempo

Una escena de 'Desconocidos', de Andrew Haigh.

Una escena de 'Desconocidos', de Andrew Haigh. / L.O.

Miguel Robles

Miguel Robles

Lo reconozco, cada día que pasa me hace más gracia el término inclusivo. Obvio, más por los que deforman su significado para denunciar caprichos propios (y evidenciar su vacío educacional) que por las personas que dan razón, tristemente, a su existencia. Y si el adjetivo se une a cine, formando una palabra compuesta, la gracia se convierte en pereza.

Aunque no sé si tanto como la presente existencia de los llamados «géneros cinematográficos», proveniente de la (in)humana manía de clasificar hasta los bolis de cada color, que servían, más que nada, para proteger a los espectadores de lo bien entendido. Si encontramos la definición en Internet, un eufemismo caprichoso, suena hasta convincente: «garantizar el acomodo entre las expectativas psicológicas del espectador y la obra a visionar».

Creo que el ser humano es más complejo que eso, mucho más poliédrico que una simplificación linguística ni tampoco una tendencia a la taxonomía. Somos inclasificables, y no una casilla de un Excel. Y al final, el enemigo común, de colectivos e independientes, de heteronormativos o heteroflexibles, de tradicionales o freelancers del amor libre, es el mismo.

El cine LGTBI habla de lo mismo. De la fuerza imparable que arrasa con orientaciones, que retrata debates dogmáticos, que revela que las palabras que componemos y unimos no sirven para nada. No sirven porque no servirán después: se habrán volatilizado con nosotros, linguistas por naturaleza que damos significado a la vida para retrasar la muerte (no darle sentido). Porque, curiosamente, nadie ha podido aportar mejor nomenclatura al tiempo.

El director británico Andrew Haigh, al igual que en su recién estrenada Desconocidos, ha otorgado al tic tac del reloj en sus películas un rol casi corpóreo como observador. Sus personajes, homosexuales (Week-end, 2011 y Looking, 2016), conscientes de su abrasiva presencia, que les recuerda en su progresión su estado de enjaulamiento en una cárcel social al aire libre, cierran las ventanas para evitar el señalamiento exterior. El cineasta compone relatos dolorosamente románticos donde quien quiere querer tiene que hacerlo a escondidas, en la eterna vigilancia de lo que aparenta y revela a su amante.

Fotograma de 'Retrato de una mujer en llamas'

Fotograma de 'Retrato de una mujer en llamas' / L.O.

Haigh, como otros tantos grandes directores, proyectan la derrota del amor . No es suficiente como pensaban. Están perdiendo tiempo y el mundo lo hace por ellos. Y cuando lo tienen, el mundo se lo roba. Devaluados socialmente como bichos raros, ese mundo entiende que ese tiempo no lo merecen. Los derrotados encuentran alternativas, pero nunca soluciones: desde pequeños, como en Close (2022), interiorizar el dolor a una simple escayola. La huida a las montañas, al estilo de Brokeback Mountain (2006), una naturaleza que mira pero nunca juzga. En el arte, como en Retrato de una mujer en llamas (2019), lo invisibilizado se plasma en el lienzo. No se puede trazar la llama pero sí recordar sus cenizas, la prueba pasional, simbólicamente eventual y fugaz, de lo que existió. Algo así como una aventura de verano, como en Call me by your name (2017).

Miramos mal a lo desconocido cuando nos interesa, en el momento que tenemos poder para clasificar, desde el estereotipo. Cuando con el lenguaje podemos moldear lo incomprensible. Marginándolo, escupiéndolo de verguenza. Con la homofobia supimos encontrar palabras que limitaran nuestro miedo. Maricón. Bollera. Siempre sobrevaloramos el poder del dialecto para reconvertir la realidad, como una potestad eclesiástica para definir lo bueno y lo malo. Pero de nuevo, es un intento inocuo, pura construcción. Como un género cinematográfico.