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Cientos de neuronas

Juan Antonio Martín

Juan Antonio Martín

Todo ocurrió un día en el que la parte especial de la jornada empezaba para mí. Eran las 17:10 y reinaba la oscuridad. Para ser preciso, el sol había huido dos meses y medio atrás y no tenía trazas de volver en breve. La realidad era que las veinticuatro horas del día se movían en un exiguo Pantone que iba del negro claro al negro oscuro, sin más matices. Fuera de la estación de ferrocarril a la que acababa de llegar, en su mejor momento, o sea el punto de aclimatación más alto del día había estado en 3º C. Y, a mi llegada, el termómetro marcaba -3º C. Aquel 9 de octubre la temperatura estaba idóneamente urdida por la naturaleza para obligarme a buscar cobijo.

El sitio era Dendermonde para todos los belgas, tanto para los flamencos nerlandófonos como para los francovalones, sin embargo, para los franceses de Francia tanto en la antigüedad como en el momento presente siempre fue y sigue siendo Termonde. El motivo de mi viaje estaba atado a mis raíces más emocionales de todos los 9 de octubre: localizar y rescatar a cientos de neuronas que desertaron de mí aquella misma fecha, pero tiempo atrás, allá por la primera mitad de los años ochenta del pasado siglo.

Durante los cinco años anteriores a la deserción de mis neuronas, al menos una vez por año viajaba a Bruselas por razones laborales y cada vez me autopremiaba con un viaje a Dendermonde para visitar un antro mágico de la bohemia de aquellos tiempos en el que todo se sentía y sonaba a Brel, a Jacques Brel, un icono de la música que para progresar como artista hubo de emigrar al París de la época. El gran Jacques, como lo llamaban sus compañeros de oficio, nos abandonó en Bobigny, al noreste de París, el 9 de octubre de 1978, sin llegar a cumplir los 50 años. Cientos de miles de Gitanes uno tras otro fueron sus grandes valedores en la vida y los férreos impulsores de su viaje a la muerte.

Dendermonde es un pequeño municipio a una hora mal contada al noroeste de Bruselas en el que aquel antro mágico ya no existe. Durante años llegué a pertenecer tanto a su ambiente que me sentía parte de él. En Le coin, que así se llamaba el lugar hasta su desaparición pocos años después del fallecimiento de Brel, cada vez sentía que les bières trappistes, les frites et les moules sonreían a mi llegada en señal de bienvenida y se mostraban tristes cuando me despedían. Brel impregnaba el ambiente y la inspiración de cuantos pasábamos por allí. Todo el espacio era Jacques, toda su atmósfera era Brel, en estado puro.

Brel nació en Schaerbeek, un municipio de la Región de Bruselas-Capital de aquellos tiempos en los que los naturales de la chançon française tuvieron que soportar, primero, y admirar y aplaudir después, a Jacques Brel, «un con belge qui roule la lettre r como tous les belges...». De ahí, quizá, aquel pensamiento suyo de «Elle est dure à chanter ma belgitud». Pura grandeza y destreza poética la del maestro.

Yendo al meollo de la cuestión, cuando el maestro nos abandonó, con él se fueron cientos de mis neuronas espejo, esas que las neurociencias van más y más demostrando que intervienen en los procesos emocionales. Las emociones bien merecen herramientas que más que las tablas de multiplicar nos enseñen a gestionar nuestros corazones.

Es evidente que en mis circunstancias de entonces no llegaba a interpretar las pérdidas desde la grandeza intrínseca que cada pérdida conlleva. Es evidente que en aquel entonces, no llegué a comprender el tema Avec elegance incluido en el último disco, Les Marquises, grabado por Brel inmediatamente antes de morir. Es evidente que aquellos cientos de neuronas nunca se fueron con él, con Brel, sino que fue él mismo quien las despertó y las ha seguido despertando a modo de espejo a lo largo de mi vida.

La vida es un todo lleno de cachitos que conforman nuestras realidades, que, a su vez, conforman nuestras enormes pequeñas vidas paralelas que nos explican como individuos por etapas.

Lo que explicita el anterior párrafo quizá no sea aplicable a las realidades políticas, que cada vez más son más brutas en todas las acepciones del término, y menos humanizadas en la plenitud del concepto.