Opinión | Tribuna

Oliver, Benji (y un mago del lenguaje: Álex Cardona)

Acaba de hacerse pública la noticia de que deja de editarse en papel el manga original de la serie de dibujos futboleros, que triunfó aquí desde que la empezó a emitir Telecinco en 1.990. Yo, que tengo cierto olfato fatalista para adelantarme a los obituarios y celebrar prematuramente las efemérides, llevo unas semanas viéndola con mi hijo de seis años.

Me llama la atención que, como cuando yo la veía de niño, no repare en algunos excesos. El primero tiene que ver con la longitud del campo. Se han publicado estudios universitarios impulsados por estudiantes de física: llegaron a la conclusión de que el terreno de juego medía 18 kilómetros. Eso, es obvio, no le extraña a mi hijo (al fin y al cabo, un día de agosto a esa edad dura más que cinco años adultos), como tampoco lo hace la potencia de los disparos: otros cálculos han fijado que un tiro de Oliver puede alcanzar los 12.960 kilómetros por hora, rebasando por más de diez veces la velocidad del sonido. Para un niño, la velocidad del sonido son sus labios fruncidos cuando musican el vuelo de un avión de papel.

Pienso en cómo escala, y articula, el mundo un adulto y un niño. Y lo hago también porque he leído recientemente un libro delicioso, inteligentísimo y tronchante, titulado Revelacions d’un pare d’estar per casa, de Álex Cardona (Eumo Editorial).

Cardona logra transmitir por qué es especial esa extraña oportunidad que tienen los padres novatos: ver por segunda vez todo por primera vez. Constatar que del mismo modo que «jugar un fútbol fácil es lo más difícil que hay» (Cruyff, el filósofo), no hay pregunta más difícil de contestar que la más sencilla (en este caso, por poner una duda genuina que se puede leer como insulto letal: «¿Ese señor es un payaso o un señor disfrazado de payaso?)».

Los niños, que son a la vez terroristas y poetas, le dicen, señalando un mapa del Pallars Subirà: ¿dónde está el verano? Si Cardona les susurra si le guardan un secreto, ellos se miran los bolsillos y preguntan: ¿dónde? Según el padre, además, uno aprende de qué va el mundo gracias a la economía de los bolsillos, cuando puede atesorar más de lo que puede cargar en las dos manos. Ante un reloj muy aparatoso, los niños, no maleados por cierta idea de éxito, preguntan: ¿es tan caro porque va más rápido que los otros? Descubren así el lenguaje, el sistema económico, el corazón humano. Descubren, por ejemplo, que «de la indignación surge la dignidad».

Lo mejor es que también lo descubre el padre, que aprende que el presente es una acumulación de pasados. Y que del mismo modo que alguien que tiene veinte tomates, también tiene tres y seis y nueve, una persona con veinte años recuerda perfectamente (o debería hacerlo) qué sentía en todas las edades anteriores.

El padre, atribulado pero reflexivo, se hace también preguntas, ya sean metafísicas, mundanas o las dos cosas. Por ejemplo, ¿a dónde van realmente las cartas que los niños envían a los Reyes Magos? La duda tiene miga y en ella resuena la que le hace Holden Caulfield al taxista en El guardián entre el centeno: ¿a dónde van los patos de Central Park en invierno?

No desvelaremos la respuesta. Para eso hay que leer este libro sobre todo lo que pasa hasta que la velocidad del sonido no la alcanza un avión de papel, hasta que un avión de papel deja de ser un avión para ser un papel. Pero sí diremos que disfrutar de este libro, o volver a ver Oliver y Benji con tus hijos, es recalibrar la escala de los mapas, las preferencias de las emociones, cierto sentido de la vida, en definitiva.

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