Opinión | El Adarve

Una sociedad intoxicada

No hay bien más preciado que la salud. Y, en buena medida, su cuidado depende de cada uno de nosotros. La alimentación saludable, la práctica de ejercicio, la privación de tabaco, drogas y alcohol, la disciplina para seguir las prescripciones del médico… son obligaciones que debemos seguir con inteligencia y voluntad.

Según el proyecto de ley  obre tabaco, a los niños y niñas británicos que cumplan 15 años este año (a los nacidos en 2009) o menos de 15, nunca se les venderá tabaco legalmente. La edad legal a la que los ciudadanos ingleses pueden comprar cigarrillos se aumentará un año, cada año, hasta que finalmente sea ilegal para toda la población. Cuestionable decisión. Creo que la solución es, como luego diré, formar ciudadanos y ciudadanas que estén informados, que sean responsables y que tengan la voluntad de seguir lo que es conveniente para la salud.

Uno de los peligros que amenazan la salud es el consumo de fármacos de forma acrítica. El profesor jubilado Joan Ramón Laporte acaba de publicar un libro titulado ‘Crónica de una sociedad intoxicada’. Laporte (Barcelona, 1948) fue catedrático de Terapéutica y Farmacología clínica en la Universidad Autónoma de Barcelona y jefe del servicio de farmacología clínica del Hospital Vall d’Hebron de Barcelona. En 1982 inició la notificación de efectos adversos de medicamentos en Cataluña, que fue el embrión del Sistema Español de Farmacovigilancia. En 1983 fundó el Institut Català de Farmacología, donde se formaron centenares de profesionales. Promovió la creación de varias sociedades científicas y redes de investigación de ámbito nacional e internacional en Europa y en América Latina, dedicadas a la epidemiología de los medicamentos, la farmacovigilancia, la información independiente sobre medicamentos y las políticas farmacéuticas.

En el citado libro dice que en España tres de cada diez personas toman pastillas para dormir o para la depresión; tres, omeprazol para aliviar la acidez estomacal y dos, para controlar el colesterol. Solo en 2022, los médicos españoles expidieron más de mil millones de recetas. En los países ricos el consumo de medicamentos aumenta sin cesar y, sin embargo, no parece que mejore la salud de la ciudadanía. Al contrario: decenas de estudios muestran que más de la mitad de los fármacos son recetados de manera innecesaria y que los medicamentos de uso más común son una de las principales causas de enfermedad, incapacidad y muerte.

Tras varias décadas dedicadas a la investigación y la docencia, el profesor Laporte repasa el origen, el desarrollo, la regulación, la prescripción y el consumo de medicamentos en la sociedad actual, y analiza los intereses y las prácticas de compañías farmacéuticas, legisladores, reguladores y profesionales sanitarios que han conducido a la situación actual.

Se trata de un libro divulgativo que ahonda en nuestra relación con los fármacos y que aboga por acabar con el consumo acrítico que hacemos de ellos.

No sé dónde leí o escuché que si tirásemos al mar todo lo que hay en las farmacias, morirían los peces y mejoraría la salud de los seres humanos.

Conozco una sección de la cadena ‘Es radio’ en la que un médico (no voy a citar su nombre) contesta a cada consulta de los oyentes recetando un producto (sin excepción aconseja un producto, para cada caso el suyo, un producto que permitirá superar cada molestia o enfermedad que él diagnostica a través de una simple y breve información… Me llama la atención la credulidad de los oyentes y la simplificación del acto médico. En un mes desaparecerá la molestia, en dos meses podrá oír perfectamente, en tres meses podrá caminar sin problema alguno… ¡Hay que tener fe!

Hace algunos años escribí un artículo titulado ‘Los efectos secundarios del sistema educativo’. Utilizaba, para explicarme, lo que sucede con los efectos secundarios de los medicamentos. Es probable que el lector haya leído en algún prospecto más de una vez (y quizá sufrido en su salud) los efectos secundarios de algún medicamento. Yo sí los he leído en varias ocasiones. En una de ellas quise cerciorarme de los efectos no deseados de una pomada llamada Gelidina. Tenía en el cuello un pequeño eccema y un médico amigo me aconsejó que, aunque no era necesario hacer nada, si quería, me aplicase esa pomada que era suave e incolora. Leí en el prospecto sus efectos secundarios y recuerdo de memoria lo que decía: «En caso de aplicación reiterada de corticoides tópicos se ha descrito la aparición de los siguientes efectos secundarios locales: quemazón, picor, irritación, sequedad, foliculitis, hipertricosis, hipopigmentación, dermatitis perioral, dermatitis alérgica de contacto, maceración dérmica, infección cutánea, estrías, miliaria…». Ni qué decir tiene que tiré la pomada a la papelera. Preferí dejar que el eccema siguiera su curso. Porque si me afectaba un o dos de entre tantos efectos podría tener que operarme o cortarme el cuello. Y concluía diciendo que los niños y las niñas tenían que ponerse a diario «la Gelidina escolar».

Mi amigo Federico Soriguer, médico jubilado y sabio humanista me contó en cierta ocasión que un colega quiso hacer una investigación para probar un nuevo fármaco. A uno de sus pacientes le pidió que aceptase ser sujeto experimental, advirtiéndole de que el nuevo producto no tenía efectos secundarios nocivos. Lo peor que le podía pasar es que no le curase y esa circunstancia era la que tenía. El paciente aceptó con alguna reticencia. El investigador le proporcionaba unas pastillas redondas de color rosa la primera semana y a la siguiente otras del mismo color, forma y tamaño completamente inocuas, como placebo. Así pasaron varios meses siguiendo la alternancia experimental. Hasta que el paciente le dijo al médico:

- Doctor, ¿por qué me da unas pastillas diferentes cada semana?

- Estoy probando un solo producto, le dijo el doctor.

- Usted estará probando lo que quiera probar, pero a mí me da unas pastillas diferentes cada semana.

- ¿Por qué lo sabe usted?, preguntó el médico deseoso de conocer el efecto que deseaba investigar.

- Mire usted, doctor, lo sé de forma incontestable. Cuando las tiro al wáter, unas flotan y otras no.

La sanidad pública es la joya de la corona de una sociedad democrática. Pero es fundamental la prevención que se consigue a través de la educación para la salud. Es magnífico tener un sistema de salud que diagnostica, opera y trata un cáncer de pulmón provocado por el detestable hábito de fumar, pero sería mejor conocer los daños que produce el tabaco y tener la fuerza de voluntad de no fumar nunca. Es bueno tener un sistema de salud que detecta y opera una úlcera de estómago, pero sería preferible haberla evitado con una ingesta saludable.

Trabajé durante años en la formación de tutores y tutoras de medicina. En lo poquito que sé: cómo formar mejores profesionales de la salud. En el mes de mayo, Ediciones del Genal (Málaga) publicará un libro mío titulado «¿Me toma el pulso doctor? Las emociones de la docencia en sanidad». Insistía en los cursos sobre la necesidad de que el paciente adquiriese protagonismo en el cuidado de la salud, en la importancia de que colaborase en el diagnóstico de lo que le pasa y en que se responsabilizase de adquirir hábitos saludables. Pretendía que la comunicación entre paciente y profesional estuviese presidida por el afecto y por la colaboración mutua. Es importante la competencia del profesional pero no lo es menos la formación del paciente.

Todo está en la educación para la salud. En saber qué hay que hacer para cuidarla y tener criterio para dejarse llevar por profesionales que saben y no por videntes y adivinos o por intuiciones poco fundadas. Todo está en la educación, digo. En saber que no es bueno automedicarse, que es preciso hacer revisiones periódicas, que no hay que tener comportamientos que dañen la salud propia y la ajena. Todo está en la educación, repito. En alejarse por igual del abandono y de la hipocondría. Nos debemos ese respeto y ese cuidado. Por nosotros sobre todo y también por las personas que nos quieren.