Opinión | El paseante

La nada

La existencia incomoda a ciertos humanos como esos fallecidos en estado de ridiculez por adoración de la ciberchusma

Carteles que indican el peligro en la cueva del Tancón, en Santiago del Teide, y flores en recuerdo de las personas que han muerto en la zona

Carteles que indican el peligro en la cueva del Tancón, en Santiago del Teide, y flores en recuerdo de las personas que han muerto en la zona / El Día / La Opinión de Tenerife

La existencia incomoda a ciertos humanos. Desconozco si la psicología adscribe este fenómeno a algún tipo de carácter. Los primeros naturalistas realizaron una clasificación de los seres vivos basada en sus formas exteriores. Donde sólo veo un bicho que me intimida con su presencia, a pesar de que yo aparezca ante sus ojos como una enorme montaña de grasa, músculo y huesos, eso sí ¡tan guapo! los especialistas perciben un insecto porque camina con seis patas y antenas, o un arácnido con sus ocho extremidades, o un pedrusco, inmóvil, pero que puede ser lanzado por el aire, dada su mansedumbre y esa relación atávica que mantiene con el hombre desde aquellos albores imprecisos. Borges propuso un catálogo muy diferente y que, tal vez, podría haber sido confeccionado en algún momento. Así, a modo de imitación, yo distinguiría, por decir algo, los seres vivos que se hallan en los dormitorios de los ricos, donde incluiríamos guacamayos de excelso plumaje, felinos indómitos y danzarinas balinesas con rostro picaruelo. Respecto a aquellos que se cobijan en las estancias de los pobres, sin que yo busque el determinar esta aproximación al asunto, deslindaríamos dos categorías esenciales, esto es, los comestibles y los venenosos, como parientes y otras alimañas. Así, mediante esta alusión, hilvano este apartado con la línea inicial del artículo. Recalco el asombro con el que contemplo a esos homínidos a quienes el verbo «existir» les supone tal vínculo con el aburrimiento que se desprenden de toda su conjugación en presente y futuro, apenas surja la mínima oportunidad. No escribo sobre el suicida inmerso en su laberinto intransferible de latigazos mentales, ni sobre el funambulista sin red endemoniado por su arte, ni tampoco sobre el atleta extremo, reducto de un romanticismo surtidor de quimeras. No. Aludo a esos fallecidos en estado de ridiculez por adoración de la ciberchusma.

Un chico se ha reventado los pulmones por lanzarse al agua, de espaldas y desde una altura imposible. Otra difusora, o creadora de contenidos, se ha precipitado desde un puente, con resultado funesto. En Canarias hay una cueva submarina rodeada por tantos carteles con advertencias del peligro, como por ramos de flores, testigos de la costumbre de no leer, o del escepticismo frente a la comunicación escrita, o de la afición desmedida al luto. Varias criaturas han resbalado desde lo alto de una peña, lejana a la de mi Antequera natal, por mor de capturar en el teléfono una vista específica de Río de Janeiro, calles cuyos adoradores enloquecidos ahora contemplan desde otro mundo que, no sé, si se halla sobre nuestras cabezas o bajo los pies. Quizás mi incomprensión hacia tales hazañas protagonizadas por miembros, en principio, de mi especie, provenga de ese desconocimiento. Esto es, ignoro la ubicación del más allá, pero estoy convencido de que en el más acá sólo disponemos de un monedero de minutos. No habitamos el primer capítulo de una novela por entregas. Y, según mi experiencia, la piedad rima sólo con humanidad aunque las diferentes teologías establezcan su consonancia con los dioses. Cuando alguien anhele conocer su saldo de fortuna, disponemos de ocasiones más interesantes para apostar este balance de horas a un número único sobre el tapete del destino. Por ejemplo, uno queda en casa con tres amigas que le gusten una tarde ociosa. El escenario es determinante aunque considero que no admitiría su difusión por redes al menos en un estadio inicial. Música adecuada para la media luz de unas velas e infusiones con nombres exóticos. Ni alcohol, ni estupefacientes. Justo cuando la conversación se torne tenue entre soplos hacia el humo de las tazas, ahí, durante ese primer silencio, uno revela su consciente inconfesable y verbaliza el deseo de acostarte con todas a un tiempo. Una bala de palabras sobre la que detonará, bien la previsible humillación y soledad perpetua, bien el muy improbable triunfo. Un coqueteo aceptable con ese magnético atractivo de la nada.