Opinión | El paseante

El quitamanchas alemán

El periodismo, artificio del ser humano, debería de ser imprevisible en todas sus facetas por mera sintonía de conceptos

Un político alemán se graba chupando retretes y escobillas de un baño público

Un político alemán se graba chupando retretes y escobillas de un baño público / L.O.

Aunque suponga un inicio de texto bastante onanista, me encanta escribir artículos; sobre todo, cuando se anclan a la actualidad de lo que pasa en la calle, cuando deberían llamarse «columnas». Cada quien tendrá su método. Yo permito muchas veces que casi me pille el toro, a la espera de un buen tema sobre el que discurrir. Ya saben, aquella figura que aguarda la embestida hasta que, en el último momento, cuando algún chillido irreprimible anticipa la desgracia, ejecuta una pirueta salvadora. En mi caso, ni podría practicar una cabriola, ni me situaría delante de un bóvido que no estuviera despiezado sobre brasas, ni los lectores gritan antes de que envíe estos renglones a mi querido Antonio Pedrajas en los talleres de La Opinión. El derroche de onanismo literario garantiza que estas líneas jamás serán usadas para comentarios escolares de textos, necesitados de que el ejemplo se ajuste a ciertas estructuras preestablecidas. El periodismo, artificio del ser humano, debería de ser imprevisible en todas sus facetas por mera sintonía de conceptos. Tenía yo calculada una reflexión sobre el atentado al presidente de Eslovaquia. Partía desde mis experiencias juveniles en aquellas tierras, cuando se llamaban Checoeslovaquia. Cavilaba sobre el divorcio tan dulce, de «terciopelo», que organizaron aquellos dos estados a los que Stalin bendijo como pareja de conveniencia. Saltaba hacia la ilusión con la que esos pueblos caminaron hacia una democracia occidental, ambos territorios pequeños y poco poblados donde todo el mundo se conoce. Y concluía con la importancia de guardar las formas en la política, y con que toda sociedad alberga suficientes descerebrados a quienes sólo hay que focalizar un objeto de odio para que cometan una atrocidad. Consideraba el alto grado de crispación en España y finalizaba con la información de que el pistolero se dice a sí mismo poeta, y sospecho que martirizará ahora a la humanidad con varios cantos épicos sobre este asunto.

Pero llega la información del día igual que las botellas de leche a las casas americanas en aquellas películas que pregonaban un mundo ajeno a mi experiencia como niño de barrio obrero. Por mi, quizás, exceso de vida, pocas cosas me sorprenden. Me he despertado con un vídeo, difundido por redes, en el que un político alemán lame con ganas los urinarios y la escobilla de un váter público.

En caso de que no se trate de un montaje realizado mediante Inteligencia Artificial, y en caso de que no haya sido robado de sus archivos personales, reconozco que esas escenas han mejorado mi percepción sobre la mayoría de los políticos españoles. Advierte el refrán que de la calle vendrá quien bueno te hará. Soy ultra-tolerante con todas las filias y parafilias sexuales siempre que no dañen a nadie. La imagen de un tipo que lame la escobilla del inodoro no me escandaliza. He visto usos que combinan ese dispositivo con la afición humana a introducirse objetos por todos los agujeros disponibles en el cuerpo. Repito, si no se trata de material sustraído, es difícil intuir la intención de su protagonista al dejar notorio testimonio gráfico de sus aficiones. Tal vez, pretenda demostrar sus cualidades como rector del Ministerio de Sanidad, tal vez del de Igualdad o del de Asuntos Sociales; puede que prevea un próximo cambio de trabajo y ya se promocione como limpiador de domicilios por horas, una versión masoquista y homo de la porno-chacha. No lean estas palabras como un juicio moral sino como un mar de dudas que intenta aplacar su oleaje de interrogaciones. En todo caso, y de regreso hacia otro dicho popular que ahora modifico, la mancha de los políticos españoles, con la saliva de un alemán se ha quitado. El pecado colectivo, según traslucen esas imágenes, es que los servidores públicos han olvidado que se deben a este segundo adjetivo y alguno, incluso, ha confundido su imprescindible vocación de servicio, con los servicios de su vocación. Qué buenos y pulcros políticos tenemos por estos lares.