Una oscura silueta sale al balcón en la última planta de un viejo edificio del centro de la ciudad. Se inclina despacio, apoya los codos en la baranda de hierro, y las manos entrelazadas quedan lánguidamente suspendidas en el vacío. Como una gasa tibia la luz naranja de las farolas se derrama por la fachada, y unas facciones masculinas quedan recortadas en anguloso claroscuro. La calle está desierta a estas horas. Apenas el maullido de un gato enloquecido. De la boca del hombre brotan fantasmas de vaho. Un par de plantas más abajo, en el edificio de enfrente, alguien se sabe invisible tras los visillos de la ventana entreabierta en una habitación a oscuras. Permanece completamente inmóvil, tan solo los dedos de una mano tamborilean sobre el cañón de la escopeta. Erguido el cuello del abrigo. Los escasos residuos de claridad que logran penetrar en el cuarto no son suficientes para que podamos vislumbrar su cara. De repente una mujer dobla la esquina y entra en la calle, el hombre en el balcón estira el cuerpo y la saluda con la mano. El delgado cilindro de metal negro se asoma al exterior con el sigilo de una víbora. Será mejor escabullirse para no vernos involucrados en un asunto tan turbio.